75.000 piscinas después

Según los últimos datos, existen 75.000 piscinas en Baleares. Setenta y cinco mil. Pero esto no es todo, ni cerca hacerlo. Son piscinas, pero también manantiales y cascadas exóticas, ríos artificiales dentro resorts que imitan paraísos lejanos, aunque aquí el paraíso –el real– se seca.

Nos dicen que la sequía es grave, que comienzan las restricciones y que habrá muchas más, pero el consumo seguirá desatado. Porque, ¿quién controlará si una piscina vuelve a llenarse cada día que se evaporen dos baldosas de agua? Ocurre como con la energía: embaldosamos el campo de placas solares, pero el consumo no se controla: porque, ¿quién revisa si los aires acondicionados de las segundas residencias de extranjeros multimillonarios siguen en marcha todo el año, también cuando están en sus países? Ellos pueden pagar la factura del agua o de la lámpara. Pero el coste real –el ambiental– lo pagan nuestras islas. Nos hipotecan el futuro mientras nosotros nos bañamos en excusas.

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Todo ello, sin entrar en el drama silenciado de las fugas de agua de la red pública. Bien, silenciado no lo está: todos sabemos cuánta agua se pierde en cada municipio, por tuberías oxidadas, por sistemas viejos que nadie arregla. Un porcentaje escandaloso es el agua que tratamos y que nunca llega a los grifones. Pero nadie quiere levantar calles para arreglarlo. Hacerlo cuesta votos, y aquí parece que el agua vale menos que un concejal.

Mientras los hoteles decoran el desierto con agua y se anuncian como oasis, los pozos se agotan y el agua desalada no basta. La aridez ya no es una metáfora, es real. Y lo más grave es que, sabiéndolo, seguimos como si nada. Como si el agua fuera infinita y la responsabilidad de nadie.