¿Quién decide qué es hablar bien?
La normativa lingüística no es una verdad absoluta ni tampoco una cuestión de gusto personal: es el resultado de un conjunto de decisiones históricas, políticas y culturales que reflejan equilibrios entre la unidad y la variación, entre el poder y el uso real
"¿Pero esto es correcto?" es una de las preguntas más habituales que oyen los filólogos. A menudo se acompaña de un gesto de cautela, como si la lengua fuera un terreno lleno de trampas en las que hay que moverse cuidadosamente para no "cometer un barbarismo". Detrás de esa inseguridad hay una idea muy extendida: que hay alguien, una especie de autoridad invisible, que sabe exactamente lo que es "hablar bien".
Ahora bien, las normas no son verdades absolutas. No nacen de la nada ni son eternas. La normativa es sobre todo una convención humana, fruto de acuerdos, debates y procesos históricos. Lo que hoy nos parece 'correcto' quizás hace cien años era considerado una incorrección, y hay formas que la normativa ahora no prevé y que pueden acabar siendo aceptadas dentro de un tiempo. La lengua, como sabemos, cambia, y la norma se adapta –a veces más rápidamente, a veces con resistencia.
Las lenguas que actualmente se pueden considerar estandarizadas han pasado por un proceso de planificación lingüística, es decir, por un conjunto de decisiones que las han hecho funcionales dentro de la sociedad moderna. El noruego Einar Haugen resumió el proceso en cuatro etapas: primero, es necesario escoger qué variedad servirá de base; después, establecer sus reglas (ortografía, gramática, léxico); seguidamente, difundirlas y, finalmente, ampliarlas para que la lengua pueda servir en todos los ámbitos. Estas fases nunca son neutras ni naturales: implican opciones culturales y políticas.
Codificar y 'purificar'
El francés, por ejemplo, fijó muy pronto una clara autoridad. La Académie française, fundada en 1635, nació con la voluntad de codificar y 'purificar' la lengua, una tarea que servía tanto a intereses culturales como políticos. El francés de París se convirtió en la variedad de prestigio y el resto fueron etiquetadas como patois. La norma, en este caso, funcionó como herramienta de unificación social y de reafirmación del centro de poder.
El inglés, en cambio, no tiene una academia central. No existe una institución que establezca qué es admisible y qué no lo es, aunque la norma existe igualmente. Se ha construido a través del prestigio social: universidades, diccionarios y medios de comunicación han terminado estableciendo los modelos de referencia, como la Received Pronunciation británica o el General American. En ese caso, la norma no se ha impuesto por decreto, sino por el mercado, por razones de peso cultural y económico.
El caso del español también es muy interesante. A pesar de tener una institución central histórica (Real Academia Española), con el tiempo han aparecido academias en varios países latinoamericanos y se ha establecido una red de colaboración. Esto significa que la norma se consensúa entre varios centros, lo que refuerza la idea de que hay muchas formas de "hablar bien" español. De esta forma, el modelo se ha descentralizado y refleja mejor la diversidad real de la lengua.
Un caso parecido es el del portugués, que ha vivido debates entre Portugal y Brasil para armonizar la ortografía. Tras décadas de reformas, se ha llegado a un acuerdo que permite mantener diferencias pero facilita la intercomprensión. En el fondo, estos ejemplos muestran que las normas son acuerdos prácticos, no verdades inmutables.
El catalán también se ha construido a través de un proceso de equilibrio entre unidad y diversidad. Cuando el Institut d'Estudis Catalans (IEC) aprobó las Normas ortográficas en 1913, y Pompeu Fabra publicó la Gramática catalana (1918) y el Diccionario general (1932), se completaron las primeras fases del modelo de Haugen: selección y codificación. El objetivo era claro: establecer una base común para que la lengua fuese funcional y moderna.
Fabra y el IEC, sin embargo, no sólo hacían trabajo técnico. Fijar la norma era también un acto simbólico y político: demostrar que el catalán era capaz de servir a todos los usos culturales, educativos y administrativos. Y durante buena parte del siglo XX, la lucha por la lengua fue doble: definir una norma y, al mismo tiempo, garantizar espacios de uso. Con la democracia, las leyes de normalización lingüística de los años ochenta permitieron consolidar este trabajo, y el catalán fue completando los pasos para conseguir un estándar compartido en todo el dominio lingüístico.
Modelo pluricéntrico
Ahora bien, este proceso no ha estado exento de polémicas y, además, se ha pasado de un modelo monocéntrico (en el que el IEC era la única autoridad normativa) a un modelo pluricéntrico (con más de una academia). Esto, entre otras cuestiones, ha hecho aparecer debates sobre cuál debe ser el 'modelo' que nos represente. Sin embargo, el IEC y la Academia Valenciana de la Lengua (AVL) han acabado optando por una solución de cooperación: compartir una base común pero con sensibilidad por la variación geográfica. De hecho, la Gramática de la lengua catalana del IEC, publicada en 2016, es un buen ejemplo de esta sensibilidad: no 'impone' una única forma de hablar, sino que ofrece opciones según el contexto y reconoce la variación como una riqueza.
Así pues, la mejor respuesta posible a "¿esto es correcto?" no es 'sí' o 'no', sino 'depende'. Depende de dónde, de cómo y de por (a) qué. Y, de hecho, lo que quizás conviene es revisar la pregunta. En lugar de preguntarnos si una palabra o una estructura "es correcta", lo que debemos hacer es preguntarnos si es adecuada: adecuada a la situación, registro, interlocutor. Hablar bien no es repetir lo que dice una gramática, sino saber escoger cómo hablar según el momento, el lugar y quien nos va a escuchar.