Y el catalán volvió a tomar la calle

Can Alcover, en Palma, acoge una exposición dedicada al Congreso de Cultura Catalana, de cuyo inicio se cumplen cincuenta años

PalmaFranco todavía estaba vivo, pero el franquismo no pasaba por sus mejores momentos: crisis económica, desaparición del hombre fuerte del régimen –Carrero Blanco–, movilización en la calle –obrera, estudiantil y vecinal– y, en fin, tímidos signos de apertura de aquella última dictadura de Europa occidental. Fue entonces, hace cincuenta años, cuando el catalán vivió una verdadera eclosión en todos los ámbitos, gracias al Congreso de Cultura Catalana (1975-1977), al que Can Alcover, espacio de la Obra Cultural Balear (OCB) en Palma, dedica actualmente una exposición.

Fue en una reunión en el Colegio de Abogados de Barcelona, ​​en enero de 1975, donde el secretario de cuya junta, Josep Maria Pi-Sunyer, lanzó la idea de aquella movilización general, que se prolongaría más de dos años, hasta el otoño de 1977. Las cifras de multi resurrección pública de la lengua catalana: cerca de 12.500 congresistas, 500 entidades, 15.000 personas adheridas y actividades llevadas a cabo en todos los territorios de este habla.

En diciembre de 1964 ya se había hecho en Barcelona un primer intento de congreso, éste todavía con carácter clandestino, de la mano de una de esas extrañas alianzas que propiciaba la oposición común a la dictadura: el Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC) –los comunistas catalanes–. De hecho, los dos presidentes del encuentro eran el mítico abad de Montserrat Aureli Escarré y el intelectual Jordi Rubió, quien –¡en esas circunstancias!– pronunció un discurso lleno de entusiasmo sobre el futuro que esperaba en la lengua y la cultura catalanas.

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Ahora debía hacerse realidad. Se constituyó un secretariado con los representantes de 85 entidades de los territorios de habla catalana y se designó un comité de honor: el propio Jordi Rubió fue su presidente, mientras que los vicepresidentes eran Joan Miró –por Cataluña–, Joan Fuster –País Valenciano–, Francisco de Borja Moll –Illes Balears–, Pere Ponsich –Calle Ponsich –Calle. Sí, todos hombres: todavía quedaba mucho por llegar a la paridad. Hay que decir que la cuota isleña no era poco: un catalán –Miró– y un menorquín –Moll–, residentes ambos en Mallorca. Miró diseñó un cartel para el Congreso. Toda la vida había hecho gala de su catalanidad y poder lucir el nombre de un artista de fama universal como banderola de enganche era un valor que debía aprovecharse.

El Congreso en Menorca y las Pitiusas

El área de acción del Congreso era muy ambiciosa. Se marcaron veintitrés ámbitos, con prácticamente todo lo que podía ser dicho, analizado y debatido en catalán: desde la lengua –por supuesto– hasta el hecho religioso, pasando por la educación, la investigación, la ordenación del territorio, el turismo, la producción artística y los medios de comunicación, entre otros. Se dedicaron sesiones y documentos a cada uno de los ámbitos, con la participación de representantes de los distintos territorios. Señalando a los participantes, está claro que estaba el 'quién es quién' de las más diversas disciplinas de lo que los congresistas comenzaban a denominar, sin complejos, Països Catalans.

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En un primer momento, la OCB, una joven entidad creada en 1962, entendió que le correspondía hacerse cargo de las actividades del Congreso en Baleares. La escritora Joana Serra de Gayeta, entonces en la junta de la entidad, recibió la propuesta del entonces presidente, Climent Garau, de trabajar. Biel Mesquida, residente en Barcelona, ​​hacía de nexo con las Islas. "Había muchas ganas de hacer cosas", recuerda Serra, y mucha participación en las reuniones.

Ahora bien, en un encuentro en Barcelona se decidió que el coordinador del Congreso en las Islas sería el escritor y librero Antoni Serra. Y entre Garau y Serra hubo cierto desacuerdo. El presidente de la Obra entendía que era ésta quien debía determinar qué actividades se llevarían a cabo, mientras que el coordinador encontraba que ese movimiento popular debía ser compartido por todos. No en vano llegaron a participar en Mallorca unas 45.000 personas, entre actividades en Palma y en la Part Forana.

Y 'todos' quería decir, también, los partidos políticos, que en aquellos dos años se movieron entre la ilegalidad del último franquismo y las primeras elecciones de la restaurada democracia. Según Serra, socialistas y comunistas "tenían una posición distante, si no indiferente" hacia el Congreso. Si bien, a veces, se calentaban los ánimos: en una de las reuniones, el comunista Josep Valero comentó que "si deben caer cabezas en el Congreso, ydo caerán", y Serra entendió que se refería a él.

En el resto del Archipiélago aparecieron las habituales suspicacias hacia la isla más grande. Desde Menorca, desde el primer momento, se reclamó una representación autónoma en el Congreso por parte de Joan Pons Moll y Josep Maria Quintana, dos referentes esenciales de este evento en la isla. Aunque Quintana estuvo presente en el acto de presentación del Congreso en la plaza Mayor de Palma, el 27 de junio de 1976, con la asistencia de 6.000 personas, los menorquines entendían que este acto, como recoge Nel Martí, "no era ni representativo ni suficiente para ellos".

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Así como en Mallorca fue el Colegio de Arquitectos quien cedió sus instalaciones como sede del Congreso, en Menorca esta función la hizo el Ateneo de Maó, ciertamente una entidad con un largo y destacado recorrido científico y cultural. La Obra Cultural Balear de Menorca, Juventudes Musicales, los cineclubs Ateneu y Ciutadella, las Colonias de Verano, la Escuela de Teología y la compañía de teatro Delfí Serra fueron las entidades que impulsaron las actuaciones del Congreso en esta isla. El Festival de la Canción Menorquina, las Semanas de Teatro Independiente de los Països Catalans o una iniciativa para recuperar el topónimo 'Maó' fueron algunas de las acciones más destacadas.

En las Pitiusas, quien aceptó ese reto que suponía el Congreso fue el Instituto de Estudios Ibicencos –representado en la comisión central por Esperança Bonet–, quien, justamente, se encontraba en un momento suficientemente precario, con unas pésimas relaciones con los estamentos del régimen. En Menorca fue lo contrario: el alcalde de Ciutadella –todavía de designación franquista– se refirió a "la amistad que une a los pueblos de los Països Catalans".

¿Cooficialidad u oficialidad?

Dos de las actividades más sonadas del Congreso, en Ibiza y en Menorca respectivamente, fueron los homenajes que se rindieron a sendas personalidades de la cultura en catalán: Marià Villangómez y Francesc de Borja Moll. En vida, cómo hacer estas cosas. Moll fue protagonista de una exposición dedicada al Diccionario catalán-valenciano-balear y de una cena, en febrero de 1976, con adhesiones recibidas de toda Menorca. Al poeta ibicenco se le dedicó un acto en diciembre siguiente con la representación de una versión suya de Se asamblea de las mujeres, de Aristófanes.

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El Congreso quiso que cada uno de sus ámbitos viviera una clausura en un lugar diferente. A Menorca le correspondió, en julio de 1977, el cierre del ámbito de música, en Ciutadella, con un concierto de la Capella Davídica. En Eivissa, en septiembre siguiente, el de artes plásticas, en el Museo de Arte Contemporáneo de Vila. Se había programado también una gran pintada en Alamera, en la que tenían que participar Miró y Tàpies, con alguna pincelada. Pero eso no llegó a cuajar y los paneles se acabarían retirando "al igual que los habían instalado", como recoge Felip Cirer.

Una cuestión como el idioma era inconcebible que no levantara alguna discrepancia. Y, en efecto, de repente al anunciar el Instituto de Estudios Ibicencos su participación en el Congreso, se generó con una carta al director del Diario de Ibiza una polémica de meses sobre la catalanidad –o no– de la cultura de las Pitiusas. En Mallorca, el arquitecto Gabriel Alomar expresó sus reticencias hacia el término 'Països Catalans' y hacia el 'pancatalanismo'.

Lo curioso –o quizás no tanto– es que los desacuerdos se produjeran entre los propios congresistas. Un sector representado por Aina Moll se mostraba más fiel a la normativa de Pompeu Fabra, y otro, caso de Antoni Artigues y Jaume Corbera, más partidario de dar cabida a los dialectos. La resolución del ámbito de lengua fue salomónica: se incluyeron ambas propuestas. Era el único punto en el que no se logró la unanimidad.

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Aún más encendida fue la polémica sobre a qué grado de reconocimiento debía llegar el catalán en el futuro inminente. La Obra Cultural Balear y el Colegio de Licenciados habían puesto en marcha una campaña en favor de la "cooficialidad de la lengua catalana" -junto con el castellano, por supuesto. Aquello pareció poco al nacionalismo más entusiasta, que empezó otra, esta por la "oficialidad": no bastaba con el bilingüismo.

Fueron, como señalaba Aina Moll en una entrevista en El Mundo/El Día de Baleares en el 2002, "unos meses de tensión" en los que parecía que esa convergencia conseguida peligraba por dos letras. Pero también las palabras hicieron el milagro: la campaña sería por "el uso oficial del catalán". Todo el mundo quedó contento y el Congreso llegó a buen puerto, en las últimas semanas de 1977, con los deberes hechos.

Información elaborada a partir de textos de Margalida Mateu, Miquel Payeras, Nel Martí, Felip Cirer Costa, Aina Moll, Antonio I. Alomar, Mauricio Cuesta, Miquel Vidal y José María Gago González, las memorias de Antoni Serra y Miquel Rosselló y el volumen colectivo2 El mallorquinismo.