Hacerse mayor es hacerse cargo de la vida y de la muerte
Pienso que hacerse mayor es sentir como si la realidad que conocías empezara a doblarse y ponerse del revés, dando la vuelta a tu universo poco a poco
PalmaNos hemos hecho mayores y, de repente, entre todas nos hemos convertido en un ejército de hormiguitas cuidadoras. Sin saber cómo, se ha convertido en un organismo que, pasita a pasita, va tejiendo una red capaz de arropar a cualquier ser vivo que se convierta en nuestra responsabilidad: suegros, sobrinos, padres, exparejas, madres, madrinas. Los cuidados han invadido las conversaciones con mis amigas y ahora ya no puedo dejar de pensar en ello, ya no puedo dejar de charlar con ellas. Todas, casi a la vez, hemos tenido acceso a la previsualización de lo que será nuestra madurez y tiene pinta de que nos haremos mucha falta unas a otras. En los siguientes ejemplos los nombres son ficticios, pero las historias, no: Carla vive en un avión de distancia de sus padres, porque no quería tener una relación a distancia con su pareja, y ahora nadie la cuida cuando ella debe cuidar a una familia que no es la suya; Paula es hija única de padres separados y justo cuando acaba de tener a su hijo le ha tocado también hacer de madre de unos padres enfermos; Cristina debería preocuparse por su madre, que desde que sufrió la depresión no remonta, pero es que la hermana ahora también va por el mismo camino, y eso sí que la angustia.
Nadie me preparó a mí tampoco. Pero llegó un día en que los cuidados me alcanzaron, en los que me cayeron en mis manos como un fruto maduro, sin dejarme más opción que cogerlos. Llegó un día en que los cuidados empezaron a derramar por todos los lados de las personas que tenía a mi alrededor hasta caer sobre mí. Sólo entonces fui consciente de que era cuestión de tiempo que me alcanzaran a mí también. Los funerales suelen ser un buen rito de iniciación en hacerse cargo de las partes menos vistosas de la vida. Y digo "buen" porque aprendes, a la fuerza. Y digo "menos vistosas" en todos los sentidos: menos guapas, más ocultas. Cuando mi padrino murió tuve esa sensación, de convertirme en un afluente de mi madre y mi madrina: consolar a familiares, escoger nicho, decidir qué haremos a partir de ahora. Fue como subir un escalón, o como si ellas dos bajaran uno. Podía verlo todo casi al mismo nivel que ellas, desde la misma perspectiva. Veía el reverso de la vida. Veía todas aquellas cosas de las que alguien se había hecho cargo hasta entonces para que, precisamente, yo sólo pudiera ver el anverso, la fachada, el nevero por delante.
Pienso que hacerse mayor es sentir como si la realidad que conocías empezara a doblarse y ponerse del revés, dando la vuelta a tu universo poco a poco. Hacerse mayor es que te dejen de cuidar por ser tú la que cuida (y hacerse aún mayor es aceptar que ya no puedes cuidar más y debes dejarte cuidar otro pico). Es que te depositen parte de la vida de alguien y, sobre todo, aprender instintivamente a saber qué hacer con ella. Cuando comienzas a cuidar, siempre es improvisante. Por muy mentalizada que estés, siempre resulta sobrevenido. Creo que por muy grande que fuera, nunca habría sido preparada para ser yo la que afeitase a mi abuelo. Del mismo modo que Carla no lo habría sido para hacer la comida a sus suegros, ni Paula para duchar a su padre, ni Cristina para acompañar a su hermana mayor al psicólogo. Cada uno de estos gestos moldea nuestra vida de adultas, como una patada que va cosiendo este mundo que nos viene de nuevo.
Pero cuando los cuidados nos llegan, actúan así, como un balón gástrico dentro del estómago. Ocupan tanto espacio que no hay sitio para el resto, ni siquiera para lo que era tan importantísimo hasta el momento previo en que todo se precipitara. Las necesidades de los demás –cuando los demás son, por ejemplo, tu madre o tu padre– se dilatan con tanta fuerza que hacen que la rutina, las tareas y el tiempo cedan, cogiendo formas que nunca habrías imaginado. Y ya no te importa ser alguien en la vida, ni la clase de Pilates, ni poner medianamente buena cara. Todo cae por su propio peso. Y recuperas "todas las cosas que antes nos hacían humanos", tal y como me dijo recientemente en una conversación el periodista Joan Cabot. Le había preguntado si corríamos el riesgo de idealizar tiempos pasados, y él me contestó que él era la persona menos nostálgica que conocía, pero que "hoy en día casi cualquier persona estaría de acuerdo en que todo el mundo mira por él, y no por el colectivo". Y a mí me ha hecho pensar que las personas que amamos –que no siempre deben ser necesariamente familia– son la muestra más pequeña que tenemos a nuestro alcance de lo que Juan se refería como "colectivo". Son una oportunidad para demostrar que sabemos actuar a la altura de lo que somos: simplemente, pequeños seres necesitados de cuidados.