En Saliendo del castillo del vampiro Mark Fisher ya advertía de la atmósfera tóxica y destructiva que, en paralelo a la expansión de las redes sociales, había envenenado a la izquierda. Fisher detectaba la peligrosa tendencia al maximalismo y la guerra cultural (por encima de la de clase), el alarde de la pureza moral, el señalamiento, el linchamiento digital y una acusada inclinación a la sobreactuación y el espectáculo.

Para Fisher, y contrariamente a lo que había prefigurado la irrupción 2.0, la nueva política era practicada por individuos atomizados sin vínculo alguno entre sí y sin correlación con algún tipo de articulación efectiva en el mundo real. La 1a ley del Castillo es "Individualiza y privatízalo todo".

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En Está en el Vampire Castle ahora, Yasha Levine va más allá y cree que las redes sociales no son sólo multiplicadoras de la toxicidad, sino que son intrínsecamente nocivas, ya que son diseñadas precisamente para generar y amplificar el conflicto, irritar y acentuar la diferencia. Y una advertencia aún más alarmante: las redes nos domestican. Nos desarman con una falsa ilusión de empoderamiento y conectividad, mientras que la rabia nos debilita y nos extenúa. Y no llegamos a actuar. Nos sobra información y nos falta organización. Llegados a un punto, la información no es ya poder sino impotencia.

Y todo en un engranaje brillante –burbuja digital– que se ajusta específicamente a nuestros intereses –algoritmo–, que nos encuentra aunque no lo busquemos –sugerencias personalizadas– y que tiene una capacidad de producción y reproducción infinita –Auto Play Reels. Dopamina 24/7.

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Una dura reflexión, que conecta con otro de los hits de la temporada, Una mancha extraña en el cielo, de Albert Lloreta, que nos habla de la confusión creciente y del evidente colapso cognitivo... que nos paraliza.

El inquietante post de Lloreta atribuye la ceguera (y parálisis) colectiva al hecho de "haber aceptado a Silicon Valley como mediador entre la realidad y nosotros" y califica al poderoso polo tecnológico de "industria militante", que busca erosionar la democracia, los estados convencionales y el bien común para avanzar el consumo compulsivo y el discurso de odio, y que, imponiendo una red atomizada, desconectada y privatizada, ha pervertido la esencia del primer internet.

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El cataclismo nos encuentra hiperconectados, pero, paradójicamente, más aislados que nunca, sin espacios de encuentro real y expuestos a tiburones como Peter Thiel –PayPal, Palantir, Bitcoin...– que cree que la libertad y la democracia no son compatibles y habla abiertamente de la democracia como "un sistema a superar".

Sin embargo, no es muy realista pensar en una desdigitalización masiva y seguramente deberemos conformarnos con una cierta racionalización digital: abandonar determinadas redes, reducir nuestra exposición, domesticar el algoritmo, silenciar las notificaciones, establecer zonas y horarios libres de pantallas, recuperar el contacto físico, tejer redes reales...

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Ahora, la inteligencia artificial tensa el escenario y parecería lógico, vista la experiencia reciente, aplicarle un elemental principio de precaución. Pero no. Es sorprendente que ahora que empieza un curso con menos pantallas –tras comprobar las graves consecuencias de una década de digitalización escolar acrítica– no nos planteamos que, probablemente, con la introducción en las escuelas de la IA, seguiremos un proceso similar, pero con consecuencias aún más malas de revertir.

Incomprensiblemente, las autoridades educativas, con una mano limitan las pantallas mientras que, con la otra, contratan a formadores (?) en IA, para que expliquen a los docentes cómo programar el curso, preparar las clases, corregir las tareas de los alumnos, enviar correos a las familias, comunicarse con los compañeros... sin tener que leer, ni escribir... ni. Bien vamos.

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Por si todavía estamos a tiempo de desanimar a alguien de abrazar acríticamente a la IA, está bien recordar que tras el etéreo nombre de inteligencia artificial se esconde la cruda materialidad de unos centros de datos "físicos" que exigen la destrucción masiva de recursos naturales. Sólo el consumo de agua, por ejemplo, equivale a la extracción anual de toda Dinamarca.

Más aún. El MIT ha publicado su primer estudio con escáner cerebral sobre usuarios de ChatGPT. Los resultados son reveladores: el 83% de los usuarios no pudieron recordar una frase escrita unos minutos antes, la conectividad cerebral cayó 35 puntos y el debilitamiento cognitivo siguió presente en sesiones posteriores ya sin IA.

Está demasiado claro. Con unas dimensiones inquietantes y una gestión oscurísima, la inteligencia artificial es ecológicamente destructiva y cognitivamente letal. Prefiero decirlo así y dejarlo escrito ahora, para cuando, dentro de cinco años, empecemos a lamentar la hazaña.