Memoria
Llevaba muchos años siendo una anomalía, una vergüenza colectiva, que en España todavía existan fundaciones dedicadas a enaltecer la dictadura franquista, y que además disfruten de incentivos fiscales o incluso de subvenciones públicas, como la que recibió de manos del gobierno de Aznar. Que una democracia mantenga viva a una institución que glorifica un régimen que la negó es una contradicción intolerable. La iniciativa del gobierno de Pedro Sánchez de ilegalizar a la Fundación Francisco Franco llega tarde, tardísimo, pero parece que al fin puede llegar. Esto ya es una buena noticia.
Pero la paradoja es que, mientras que en Madrid se da un paso adelante para limpiar el espacio público de apología del fascismo, aquí, en las Islas Baleares, el Gobierno del PP con el apoyo de Vox ha dado dos atrás, de pasos. Iniciar el proceso para derogar la Ley de Memoria Democrática, como se ha hecho, no es sólo un gesto ideológico. Es una declaración de intenciones: la de querer enterrar otro pico la verdad con el pretexto de la 'concordia' o del 'pasar página'. Como si la memoria histórica fuera un estorbo, una molestia para quienes quisieran reescribir el pasado según sus intereses.
En España y también en Europa, la derecha se ha acostumbrado a convivir, sin mucha incomodidad, con la extrema derecha. Y en esa convivencia, el relato de los vencedores de hace ochenta años encuentra todas las rendijas para infiltrarse. Se niegan fosas comunes, se eliminan placas que recuerdan a las víctimas, se equiparan verdugos y represaliados.
En Baleares, donde todavía hay cientos de familias que esperan poder identificar a los suyos, la derogación de esta ley es un duro golpe. No se trata de simbología ni de placas; se trata de reconocer que hubo víctimas de un régimen dictatorial y criminal y que el silencio no puede ser su respuesta democrática. Lo que se quiere hacer ahora es volver a ese silencio. Y el silencio, en materia de memoria, es siempre cómplice.
Vivimos un tiempo en el que la extrema derecha vuelve a crecer sin complejos. En Francia, en Italia, en Alemania, en Argentina, y aquí también, por supuesto. Se ha establecido con discursos de miedo, resentimiento, falsas seguridades. Y, sobre todo, con la voluntad de borrar el pasado, ese que tanto les incomoda. Y no por muy repetido deja de ser cierto: la historia, cuando no se cuenta, se repite. Y esto, que debería ser una advertencia, parece hoy una tentación.
Por eso es tan importante que los jóvenes conozcan la verdad. Que sepan de dónde venimos, quien perdió la libertad, quien murió por defenderla. No vamos por ese camino, sino todo lo contrario. Si se desmonta la memoria histórica, en ese caso, se desmonta también la conciencia democrática. Y un pueblo sin memoria es un pueblo tremendamente vulnerable y muy fácil de manipular.
Ilegalizar una fundación que exalta a un dictador es un paso más que necesario. Pero despejar de contenido la memoria de sus víctimas es, sencillamente, una infamia.