Apocalipsis y banalidad
Escribo el artículo a mediados de noviembre desde las coordenadas 39°N 2°E. En Palma, vaya. Hoy hemos llegado a los 26 ºC y la mínima no ha descendido de los 20 ºC. Antes de que se publique el artículo la máxima caerá nueve grados por debajo de la mínima de hoy y tendremos la cota de nieve a 600 m. Al finalizar la semana, nueva subida por encima de los valores "normales". Verano expansivo y carrusel térmico, combinación letal para reservas naturales, agricultura y seguridad. Desde la ventana veo decoración de Navidad, churrerías y castañeras. La gente pasea en sandalias, pantalones cortos y tirantes. No parecen preocupados.
El planeta se calienta y se aceleran los fenómenos extremos: olas de calor, largas sequías, lluvias torrenciales, incendios de magnitud inédita... Los ejemplos están muy cerca –imposible alegar desconocimiento– pero ya no nos inquietan demasiado. Lo hemos normalizado.
A nivel mundial, la preocupación por la emergencia climática cae en picado: 21 puntos en sólo tres años. En España sólo representa ya el 37%. Todas las conclusiones de la demoscopia climática apuntan en la misma dirección: de cada día nos jugamos más pero, paradójicamente, de cada vez nos interesa menos.
Son diversas las causas que explican la trágica contradicción. Obviamente, que el cambio climático sea objeto de batalla cultural no ayuda. No se percibe como una realidad científica incontestable, sino como una opción de relato sujeta a una determinada posición ideológica. Cierto es que la guerra de narrativas no ha logrado hacer crecer el negacionismo, pero sí la confusión. Las certezas se debilitan y las alternativas se desdibujan peligrosamente. Cuando no existe una solución clara, la mente desconecta.
La intoxicación informativa de la comunicación 2.0 y de los algoritmos sesgados, que esparcen la confusión y la crispación, también contribuye a la indiferencia general. Si dudas, no te movilizas. Si tienes miedo o estás triste, tampoco.
La información falsa o tendenciosa aumenta nuestra parálisis, pero la amenaza principal es el propio exceso de información, incluso cuando no es parcial o manifiestamente tergiversada. Lo explica lúcidamente un personaje de Joël Dicker: "¿Sabías que la información es un flujo ilimitado en un espacio limitado? El volumen de información es exponencial, pero el tiempo que podemos dedicar es restringido e inextensible". Es así. El bombardeo constante e inacabable de estímulos e ítems de toda casta nos hace imposible ordenar correctamente la información y dedicar más tiempo a lo más relevante. La sobreabundancia informativa nos extiende. pierde terreno en nuestro imaginario.
Los distintos sondeos, además, coinciden en una grave constatación: el grupo de entre 18 y 30 años es el que presenta la mayor desafección climática. El dato es demoledor. Y a priori, inexplicable: la generación más formada e informada sobre la cuestión, la que ha tenido y tiene mayor acceso a los datos y la que, además, está especialmente amenazada por la evolución del clima de los próximos 50 años... no se siente interpelada. Y quien no se siente afectado difícilmente se involucra.
Y aquí es cuando siempre aparece la solución fácil: mayor presencia en el currículo. Como si los temarios académicos tuvieran propiedades nigrománticas y la capacidad de transformar mágicamente los epígrafes curriculares en poderosos aprendizajes y actitudes transformadoras. Pero esto no va así.
La investigadora Yayo Herrero lamenta que muchos de los jóvenes de 18 años no saben explicar qué es el cambio climático ni qué puede hacerse, pese a haber hecho "un carro de talleres sobre el tema durante toda la ESO". Llega a hablar de una cierta "industria de los talleres" –cultura de la paz, la emergencia climática, género...– que no alcanza los objetivos propuestos.
No será una cuestión de currículum –la base de la actual son precisamente los ODS–, sino de coherencia educativa. Realizar talleres y colgar cartulinas sobre el calentamiento global no tiene mucho sentido si la salida general del primer trimestre es la visita a una pista exterior de hielo –que consume la misma electricidad que un hotel entero, pero producida por un generador eléctrico que funciona con gasoil 24 h diarias durante 40 días. O si la sacrosanta macrosalida de fin de curso está en un parque acuático. Consumo e inconsciencia en horario escolar.
Por no hablar de las comisiones medioambientales que organizan intercambios con otros centros europeos (4.000 km de avión x 40 alumnos) para acabar paseando en bicicleta por un espacio natural.
Como cuando Palma declaró la emergencia climática y, seguidamente, anunció una iluminación de Navidad más profusa, larga y extensa que nunca "para estimular el consumo". Exactamente, ¿a quién queremos engañar? Ve que el problema no sea nuestra incoherencia y la banalidad.