"Félix es un duro", así habla mi hijo de 17 años de su compañero de habitación durante una semana en el hospital. Félix es un señor muy mayor que tiene problemas muy serios de corazón. Cada vez que le llaman al móvil, suena fuerte una canción flamenca y él se enfada si es alguna empresa que quiere hacer publicidad por enésima vez. Hemos estado con él 24 horas, hemos conocido a su esposa, dos de sus hijos, cuñados y otros familiares y hemos reído con los vídeos de su nieto.
A Félix le gusta mirar el programa La ruleta de la suerte, y dice que Pasapalabraa ya le ha cansado. El resto del tiempo tiene la televisión de fondo, flojito, como si fuera un rumor. Mi hijo no imaginaba que añoraría a este señor que le pasaba yogures de contrabando cuando, después de días sin comida, ese cachorro mío estaba indignado contra el destino que le había tocado vivir. "¿Cómo puede estar deshecho por una persona que sólo he visto una semana?", me dijo al salir del hospital con los ojos llorosos. Son cosas de la amistad, a las que no le importan las diferencias de edad y hace dolorosas las ausencias.
Por las mañanas, cuando mi hijo todavía dormía y yo había pasado la noche despierta en un sillón incómodo, veía a Félix sentado al borde de la cama, de espaldas a nosotros. Sólo miraba por la ventana, quieto. Entonces pensaba en la vulnerabilidad, que puede tomarnos en cualquier momento, desprevenidos o no. No es lo mismo ser vulnerables que tener miedo, porque el miedo paraliza sin concesiones.
Tuve tiempo de hablar con Félix, que había venido a Mallorca desde Córdoba cuando era un niño –su castellano tiene acento andaluz y su catalán tiene acento de pueblo. Trabajó toda la vida en la empresa de aguas de Alcúdia y había podido comprar una casa cuando la vivienda no era un lujo del todo inaccesible.
Mi hijo y Félix quizás no se dedicaron a hablar estos siete días, pero lograron un estado amistoso muy interesante: cada uno ha convivido con la presencia del otro de una manera natural y cómoda. Cuando Félix logró cambiar la bata de hospital por un pijama, mi hijo lo celebró –ambos comparten el disgusto por la bata. Y cogía con gesto nervioso la comida prohibida que su amigo le ofrecía. Me contaba las pruebas que debían hacerle y me pedía por los problemas de corazón con preocupación. Félix le ha enseñado algo importante: que la amistad se ríe de las diferencias entre las personas.