Siempre lo ocurrido en EEUU nos ha tenido magnetizados. Quien sea el presidente de EEUU y cómo esto puede afectar a la política global, y la economía, y la cultura, no ha dejado de ser un tema crucial, sobre todo en la Europa de posguerra, aunque el dominio americano se hizo más firme con el derrumbe de la URSS y la llamada victoria de la guerra fría, cuando el sistema del capitalismo del libre mercado, con la de la mano de la mano, dirigida. Con la globalización lo que sobre todo se globalizó fue el influjo de Estados Unidos sobre el resto del globo, de modo que saber la última manía política del presidente que vive en la Casa Blanca era tan obligatorio como pagar los impuestos locales.

Sin embargo, esta fijación por la cosa americana siempre ha tenido un lado cuestionable: como sus medios de comunicación son tan potentes, y su industria cultural, tan golosa, acabamos sabiendo más cosas de la clase política norteamericana que de la nuestra. O incluso usándola como espantajo o cortina de humo. Mientras hablamos de Trump, no hablamos de la corrupción de mi gobierno o de mi familia, etc.

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Ahora hablamos más de los 'escándalos' de la censura trumpista a ciertos humoristas que de la persecución a la libertad de expresión en España, y sólo porque el escándalo que viene de ahí viene bien vestido, bien explicado, bien investigado, bien denunciado, sin ningún tipo de servilismo ni peaje, mientras que aquí no nos déramos con las miedo sin las miedo. Para entendernos: todavía hay gente entre nosotros que sabe más del caso Watergate –un espionaje mediocre a los opositores, como el que practicaba Jaume Matas, nada menos– que de los asesinatos políticos del franquismo o de los trapicheos del Borbón para hacerse rico con los contratos de infraestructuras saudíes. Que sabe más sobre el sexo (óvalo) de Bill Clinton que sobre los GAL. Y que ahora sabe más sobre Charlie Kirk que sobre Joxi Zabala o Guillermo Agulló. O que se ríe, de la baja calidad de la democracia norteamericana, pero que ignora –porque tampoco tiene un periodismo que se lo explique a fondo– todo el pantano putrefacto que es España.

Nos miramos todo aquello con suficiencia, pero sobre todo porque el discurso crítico sobre EE.UU. viene desde allí, y sirve para no tener que hablar de nuestras propias e innumerables penurias. Hay que ser muy corto para no darse cuenta de que Donald Trump es un personaje mucho más recomendable que José María Aznar o Felipe González, por ejemplo. Pero como sobre Trump hay un discurso crítico y películas –y actores famosos criticándolo–, y mucho periodismo de calidad –y humoristas estirándole las orejas–, y de repente sus triquiñuelas son puestas en solfa, pues pensamos que son una catervola de locos, mientras nosotros seguimos chapoteando en un chapoteando. Si nos parece ese país mucho más terrible que el nuestro es porque su dimensión terrible nos llega multiplicada por su discurso crítico, y por un mercado de lo terrible –Netflix, por ejemplo– que nos tiene enganchados, pero tampoco acabamos aplicándonos la lección.