PalmaEl verano de mi infancia era un momento de espacios abiertos y el sol reflejándose en el agua del mar. Jugaba con mis primos en el solar que estaba detrás de la tienda de souvenirs de mi padrino en Cala Millor, que estaba lleno de flores y desde donde se veía un goteo de personas que iban o volvían a la playa. El verano también nos daba la oportunidad de conocer a algún niño extranjero, con quien nos entendíamos perfectamente porque sabíamos utilizar un sofisticado sistema de gestos que, con ganas y buena voluntad, no fallaba casi nunca. El calzado oficial era de plástico –este año está muy de moda– y la mezcla de sudor con la suciedad que se metía nos daba forma a los pies infantiles característicos de aquella época del año: medio negros, salvajes de tanto utilizarlos. Al volver del capfico, una camiseta bastaba para poder ir a dar una vuelta calle arriba y calle abajo, con algún parón en la plazoleta que había frente al local del padrino. Si podíamos, nos colábamos dentro de la tienda para tocar un género que nos conocíamos a la perfección: sabíamos dónde estaban las piezas más pornográficas, porque algunos souvenirs de la época eran una oda al amor heterosexual machista –recuerdo una especie de pistola que tenía una mujer con un hombre detrás con un pene muy grande.

Las vísperas del verano de mi infancia refrescaba y nunca sobraba una chaqueta fina a partir de cierta hora en que la brisa del mar nos ponía la piel de gallina. Dormir con las ventanas abiertas era un placer.

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Todo esto ya no existe más que idealizado en mi cabeza. Ese verano de nuestra vida ha muerto y no volverá. No sólo soportamos una temperatura que incluso asesina a personas, sino que sabemos que cada año será peor. Cada verano que pasa es más complicado salir a la calle y quedarse en casa sin tener aire acondicionado es un sufrimiento. Además de sufrir un calor que no habíamos conocido antes, los próximos veranos nos reservan incendios forestales más virulentos y, al terminar, tendremos miedo por si esta vez nos toca sufrir fenómenos meteorológicos extremos. Pero tendremos suerte, porque estos veranos serán aún mejor que los que vivirán nuestros nietos, si llegamos a tener limpios.

A estas alturas, algunos ya esperamos momentos mejores –a partir de octubre, si hay suerte– para ver a los amigos al aire libre. Los veranos tampoco son de ir al campo a descubrir cosas con los perros, porque son viejos y algunos días incluso se niegan a andar por la calle.

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La naturaleza sigue adelante con su revancha, digan lo que digan los negacionistas del cambio climático, que han pasado de ser personajes peligrosos a figuras patéticas que hacen como a los niños pequeños: se tapan los ojos para hacer ver que no están en la misma realidad que el resto. Es evidente que merecemos una venganza y que pagarán justos por pecadores. Somos como un suicida que, pese a que se está poniendo la pistola en la cabeza y disparará, piensa que finalmente se salvará. Al menos, cuando ya no se pueda vivir aquí, nosotros ya no estaremos allí.