Estas vacaciones he aprendido a no hacer nada, y lo he tenido todo
Las vacaciones no tienen por qué ser un trabajo más: planificación, estrés, horarios, cansancio. Ni otra excusa para el consumo masivo e indiscriminado de lugares, personas, comidas, actividades, experiencias
Mirada perdida, cabeza arreciada, músculos relajados, boca abierta: mente totalmente en blanco. No es el resultado de ninguna sesión de yoga, ni el efecto de una meditación guiada, ni nada que tenga que ver con mindfulness, así, en inglés. Es el producto de las vacaciones, del descanso de verdad. Aquel que cuando me lo tomo en serio me recompensa con un momento fugaz como éste, de absoluta nada, en el que por unos instantes mi existencia parece más leve, más etérea, casi imperceptible. Entonces, el peso de mi cuerpo se alivia, como en suspensión y, si me quedo inmóvil, en silencio, puedo llegar a sentir cómo mis átomos y los de la materia que me rodea –brisa, mar, plantas, luz– forman parte de un todo.
Sin proponérmelo, entr en un estado de máxima conciencia, de atención plena. Mis sentidos se afilan uno a uno, y convirtiéndome, otro pico, en animal. Así pues, la vida contemplativa tiene mucho más sentido, porque ahora ya somos capaz de encontrar el placer de la contemplación. De repente, percibe incluso el color de la sombra que hacen los surcos de la arena cuando la pisa, y pierde el tiempo en adivinar qué tonalidad de azul será ésta, hasta llegar a la conclusión de que debe ser más bien antracita. Todo está tan detenido en mi cabeza que, cuando miro el cielo, somos consciente tanto de lo que pasa como de lo que no: muchos pájaros, libélulas, dientes de león, y ningún avión. Me pido, otro pico, cómo puede ser tan rabioso este azul, que ahora me envuelve, recóndito. Al fondo, el mar, golpeado por el sol. Cierro los ojos y confirmo que sí, que los rayos de luz reflejados en la espuma de las ondas parecen pequeñas estrellas muy brillantes, como de purpurina.
Pero no estoy sola. Mientras no hago nada, hito a otra gente que tampoco hace nada, y –por un momento– me siento parte de un ejército poderoso, insurrecto, que reclama la soberanía de la inactividad desde un activismo pasivo. En reposo, la imaginación vuela y nos imagín como los últimos habitantes de la tierra, en ese paraje. Una pareja se abraza en el agua; un grupo de amigos mira el horizonte, sin charlar; otra persona, simplemente, ríe con los brazos cruzados sobre la barriga. Cada escena me parece una foto fija, una postal viviente, como si el mundo avanzara a su alrededor mientras esa estampa permanece impermeable, incorruptible. Todo el mundo parece inmortalizarse en lo que hace. O, más bien, en lo que no hace. Esta languidez colectiva me abraza y me suelta, dócilmente. Ganancia, al fin, a esa vocecita que me dice que debería estar haciendo algo con el tiempo libre, y me abandono a lo que el cuerpo me pide, que es, simplemente, estar en esta vida, pasar por este mundo.
Las vacaciones también pueden ser esto. Las vacaciones no tienen por qué ser un trabajo más: planificación, estrés, horarios, cansancio. Ni otra excusa para el consumo masivo e indiscriminado de lugares, personas, comidas, actividades, experiencias. A veces, está bien volver a los sitios que nos han hecho feliz, repetir, huir de lo nuevo, sucumbir al confort. Y sólo poner los esfuerzos en pasarlo bien: preparar un nevero lleno de comida y bebida para pasar el día en la playa, engañarse y salir a pasear cuando cae el sol, elegir un buen libro en el que zambullirse todas las horas de la tarde. El simple hecho de que esto sea una tarea tan difícil –la de resistirse a la productividad en el tiempo de descanso– demuestra cómo puede llegar a ser de transgresor el disfrute y el descanso. Así que, aunque sea como acto de protesta, abrazamos el hedonismo.
"Este concepto infantil del verano como estación de todo lo bueno. El verano es la estación del año de la felicidad, de la alegría, de los amigos, de los placeres de la pereza, también. Pero es que, además, veranear en Cádiz es una experiencia distinta, para mí insustituible", y con el que me topé justo estando allí, en este rincón del sur de Andalucía. No sé si ha sido el verano, las vacaciones, ese lugar o todo lo que me ha empujado, de una vez por todas, a retirarme al ejercicio de ver la vida pasar, como si me sobrara el tiempo y –a la vez– como si ésta fuera la mejor manera de invertirlo. Es una sensación que dura muy poco, ésta de dejar pasar las horas sin remordimientos, pero ay, cuando la atrapas… Atrapar ese momento es esencial para poder volver atrás y contemplarlo, saber que es posible, desde la distancia de septiembre, del invierno, cuando la rutina nos asola como un huracán, haciéndonos olvidar en qué consistía la vida.