Dialécticas salvajes

Este sol de niñez

Crecer es alimentar esa infelicidad hasta que se borra por completo la felicidad amarilla del tiempo perdido

PalmaLa semana pasada vi Los días azules, un documental precioso dirigido por Laura Hojman que nos acerca a la vida ya la poética de Machado. El título es el último verso que escribió antes de morir en el exilio en 1939: Estos días azules y este sol de la infancia. Su hermano José lo encontró en el bolsillo del abrigo, después de su muerte. El verso se ha convertido en un símbolo de la nostalgia por el paraíso perdido, la infancia. El color azul, del cielo, del mar, forma parte de la voz poética de Machado y nos lleva a la añoranza, a la tristeza. Quizás los días azules sean los últimos días de su vida, empapados por la luz cálida de la infancia.

El hogar cuando es refugio, el patio, la fuente, el limonero, el color amarillo de una alegría perdida, a menudo idealizamos la infancia como un tiempo mítico, el único que nos permite habitar el paraíso a nosotros, que vivimos en las afueras, animales enfermos de conciencia, de miedos, de miedos. Santiago Alba Rico, en el libro Leer con niños nos avisa que los niños también son infelices y juegan por olvidar las normas, por olvidar la oscuridad, las bombas, las ausencias. Crecer es alimentar esa infelicidad hasta que se borra por completo la felicidad amarilla del tiempo perdido.

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Si seguimos tirando de la cuerda que firme la memoria y la niñez, encontramos los versos sobrecogedores de Louise Glück: "Miremos al mundo una sola vez, a la infancia. / El resto es memoria". Cerca de Anne Sexton, Sylvia Plath, Emily Dickinson o Eliot, Glück se desnudan con una sencillez que trastoca la intimidad en experiencia compartida. Lo que escribe poua en los recuerdos tempranos y en las experiencias que la conmovieron a la infancia. Los padres le leían los mitos griegos, que se convirtieron en vez de cabecera e impregnaron su obra entera.

Origen mítico

Cuando enfocamos la mirada sobre un tema, se encienden infinidad de llamas que nos muestran caminos posibles. Así, esta semana he caminado por la poesía de Machado, por los ensayos de Alba Rico, por la poética de Glück, siguiendo las huellas de la infancia. Los días remotos y generosos que funcionan como imaginario propio, como origen mítico. A veces, un archivo ficticio de anhelos, otras, el refugio imposible, la larga noche de insomnio, el collage amarillo que vemos bajo la luz de luna de nuestra edad adulta.

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Siguiendo el camino de piedrecitas blancas he llegado a Carmen Martín Gaite. Esta semana se ha representado en el teatro Principal de Inca la adaptación de su obra El cuarto de atrás, dirigida por Rakel Camacho. Cada vez que me acerca a Martín Gaite, me fascina de una forma nueva. Con esta obra, la pensadora nos ofrece la posibilidad de imaginar un presente alternativo que nos permita tener una frágil esperanza. La autora nos muestra que está en el espacio compartido de la infancia, donde aprendemos a jugar ya ser amigas, desde donde pueden imaginarse las alternativas al presente. Nos da igual que el presente sea la posguerra española o la globalización feroz. Martín Gaite parece sugerirnos que la muerte y la incertidumbre, los horrores diversos pueden combatirse desde la habitación de atrás.

No tanto porque la infancia sea un paraíso perdido donde poar la memoria adulta, sino porque la imaginación, el desorden, el tiempo anacrónico, los juegos, la amistad de niñez (que con suerte se convierte en amistad de siempre y para siempre) nos permiten no sólo comprender el mundo, sino soñar con él.

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La infancia, como la literatura, nos abre la puerta de la habitación de atrás, la de los juegos, la propia, la que no comulga con el orden doméstico ni con el público. La infancia es un solo generoso que calienta el azul de los días, porque nos permite imaginar otra vida. La habitación trasera es una heterotopía, un motivo para la esperanza.