"Un perro vale más que yo; él tiene un pasaporte"
Miles de inmigrantes sin papeles en las Islas intentan conseguir un contrato como vía para la regulación mientras sobreviven en precariedad
PalmaEl sol despunta y Abdou ya está acuclillado recolectando fruta del campo de Mallorca. Sabe cuándo empieza a trabajar, pero nunca cuándo termina. El jefe, que dirige una empresa familiar, ya avisará. Si está en el invernadero, Abdou calcula cuándo escapar a respirar aire fresco y bañar la camiseta para evitar un golpe de calor. Al final del día, con el sol ya puesto, recibirá 50 euros. Un billete de economía sumergida, libre de impuestos para el patrón; pero el salvoconducto para que Abdou, como miles de inmigrantes en situación irregular, sobreviva en los márgenes de la sociedad. No consta para la administración. No tiene permiso de residencia ni de trabajo, pero vive y se gana el pan desde que llegó, hace dos años, desde Senegal. Tiene 25 años. Dejó atrás a su mujer ya su hijo. "Estar separado de ellos es como estar muerto", sentencia antes de relatar que viajó durante diez días en patera.
Llegó a Canarias y ,de ahí, a Palma, donde lo acogió un primo, Modou, que sabe cómo son los inicios. Él lo llevó a trabajar al campo para evitar la venta ambulante. "Te habla de conseguir los papeles y sonríe de ilusión. Pero ni es fácil ahora ni lo será cuando los tenga", advierte Modou. Y Abdou responde: "Quiero poder caminar tranquilamente por la calle, que me detenga la policía y pensar: 'Tranquilo, no te pasará nada'. Ahora mismo, incluso un perro vale más que yo, porque él tiene pasaporte. Si me muerde uno y vamos a juicio, él gana porque tiene papeles y yo no".
Abdou se cortó la mano con un cúter en el campo, se curó la herida y siguió trabajando. No importa que Modou le explique que puede acudir al médico si lo necesita. Que no lo van a deportar. "Ya sé que no lo enviarán de vuelta a Senegal, pero explícale esto a alguien que ha pasado diez días en el mar. No te creerá", argumenta Modou. "Tengo que aguantar, pero no es fácil. Al jefe le regalan fruta casi podrida en Mercapalma. La mitad la da a los cerdos y la otra mitad, a nosotros. Y yo no soy un cerdo", protesta Abdou, con dignidad. "No faltaré en el trabajo. Rezo porque, si me porto bien, me haga un contrato", añade. El contrato es la puerta de entrada a la regularización en una ley de extranjería compleja, que ha reducido de tres a dos años el tiempo de residencia mínima exigida para demostrar arraigo en España. Pero salir de los márgenes no es tan sencillo, sobre todo cuando la contratación laboral depende de factores como el racismo y los prejuicios.
Estudios de física y química
Mamadou (nombre ficticio) tuvo que dejar sus estudios universitarios de Física y Química en Senegal para alimentar a la familia. Al llegar a Palma, siguió el camino natural de la venta ambulante, pero teme que una detención recorte las posibilidades de regularizar su situación. Al igual que hizo en su país, ha decidido formarse. No puede convalidar sus títulos, pero ya ha completado cursos de jardinería, informática, clases de español –aunque ya lo había estudiado en Senegal y lo habla con fluidez–, catalán y, ahora, la ESO. Está becado en el proyecto Te acompaño, que imparte la fundación Patronat Obrer con la financiación del Govern y el Fondo Social Europeo. Recibe 29 euros por día que va a clase. Con eso paga los 250 euros del alquiler y la comida. "Cuando llegué me sentía incapaz de hacer nada. El viaje y venir aquí sin conocer a nadie fue durísimo. No me arrepiento. La vida es dura, pero es mejor que estar allí. Hay meses que no puedo enviar nada a mi familia y sufro por eso, pero estudié mucho para tener muchas oportunidades", confiesa. Luego le espera un módulo de electricidad. Mientras, envía su currículum a distintas ofertas. La última, como cajero de una gasolinera. Sin papeles, no hay contrato. Y sin contrato, no hay papeles. Es un callejón sin salida que Mamadou cuestiona con una reflexión: "Estamos participando de esta sociedad, de la economía, tengamos papeles o no. Hagamos cosas buenas. No estoy regularizado, pero le pago la casa a un español y la compra en el supermercado. No es posible que nos traten así".
No existen cifras del número de migrantes en situación irregular. Se contabilizan los que llegan en patera. Más de 2.700 en los seis primeros meses en Baleares. Luego, de nuevo, silencio administrativo. Muchos de ellos intentan llegar a otros países de Europa, donde tengan el apoyo de familiares o conozcan su idioma. Según el sociólogo David Abril, la inmigración irregular "es el resultado de unas normativas estructuralmente racistas". "Tenemos una jerarquización y estratificación social en torno a si tienes o no tienes papeles. Afecta a familias y hay unos beneficiarios. Hay un volumen de economía sumergida muy elevado. Ponemos el foco en las personas no regularizadas, pero no en la economía no regularizada. Las leyes son racistas e hipócritas. No responden a las personas. ¿Quién atenderá veinte millones de personas? ¿Quién construirá las viviendas? "La mayoría de estos migrantes trabaja para gente que puede permitirse el lujo de pagarles menos. Pero ellos no pueden reclamar un día libre, ni acceder a un crédito hipotecario, ni pedir un alquiler a una inmobiliaria. La inmigración no es un ovni. Estructura la sociedad de las Islas. Es lo que somos. No tiene marcha atrás", sentencia.
'Dios proveerá'
Beatriz llegó de Colombia a Mallorca en agosto de 2019 con su hijo y, antes de proseguir su relato, admite: “Emigré de forma irresponsable, con improvisación y la máxima de ‘Dios proveerá’. Tienes que llegar con conciencia de que los papeles mandan”. Sus estudios de tecnología ambiental no servían para nada. “Aquí no tenía titulación ni de estudios básicos”, añade sobre la dificultad para convalidarlos. En Sóller empezó a trabajar interna cuidando a un abuelo. La suya es una historia feliz, de botella medio llena. La familia la acogió y la trató bien. Se deshace en elogios hacia ellos. Llegó la pandemia y se quedó aislada, con el hombre al que cuidaba. “Me pagaban bien y me proveían de todo. Además, me empaparon de su cultura, gastronomía e historia. Sin perder el amor por tu cultura tienes que aprender a querer la que te acoge. No es traicionar tu patria, sino ser versátil”, reflexiona. El anciano murió y ella debía salir del piso de alquiler, pero el propietario accedió a que siguiera como inquilina. “Había podido ahorrar y fue tan generoso que me regaló un mes”, revela.
Se planteó regresar a Colombia, pero su marido, al cuidado de su hija en Cali, la disuadió. “En mi ciudad había disturbios y desórdenes. Mi familia vivía situaciones muy fuertes. En el barrio, cada día había noticias de chicas a las que subían a la fuerza en un coche y nunca se volvía a saber de ellas. Nuestra hija renunció a su trabajo y se quedó encerrada porque allí matan a las mujeres. Colombia es bonita, la gente es cálida, pero la violencia, inseguridad y corrupción son sistémicas. Normalizas no poder ni sacar el móvil en la calle. Cualquiera puede pagar para que un sicario te mate desde su moto por un simple conflicto vecinal”, relata.
Seis años después, vive con toda su familia en Sóller. Su marido, ingeniero electrónico, estudia electricidad y catalán, como ella. Todos trabajan en la limpieza, cuidado de mayores o mudanzas. Lo que sale. Todos están en situación irregular. Cuando surge la oportunidad de un precontrato, a sus empleados les frena la burocracia necesaria. Mientras, construyen su economía hora a hora gracias a las recomendaciones. A diez euros. Ocho si no queda más remedio y doce “cuando pagan bien”. “La nueva reforma del Gobierno es más amigable para el empleador y el empleado. Confío en que alguien nos contrate”, dice sin perder la esperanza. Reclama una visión menos paternalista de la emigración. “Voy a informarme para avanzar y siempre me hablan de alimentos. Acepto y agradezco que me ayuden, pero no quiero que me regalen, quiero poder decidir que comer. Son detalles muy pequeños. No quiero más ayudas, solo una vida digna en la que pueda defenderme en la que también es ya mi tierra”, concluye.