En el libro El maravilloso desembarco de los griegos en Empúries, publicado en 1925, el periodista Manuel Brunet desmitificó la llegada de los griegos a las playas del golfo de Roses, que por aquel entonces solía presentarse con una escena entre romántica y ridícula. Los griegos que llegaron a Empúries no eran filósofos ni poetas sino mercaderes, y su bagaje no eran ideas elevadas ni versos sino "toda la ciencia de los burdeles, los dados, los puertos y las cárceles", dice Brunet, y explica que los indígenas de la futura tierra catalana no les recibieron con canciones, no les recibieron con canciones empezar a porvenir.

Muchos años después, en torno a 1992, época de los fastos españoles y espanyolistas por la celebración de los quinientos años del descubrimiento de América –que los movimientos sociales rebautizaron como los quinientos engaños del expoliación de América– se popularizó un chiste gráfico donde se veía a Cristóbal Colón arrodillado en una Castilla de Arrojo indios en pelotas que se despejaban de risa. Uno de ellos, girado hacia los demás y con el dedo apuntando a Colón, decía a sus compañeros, con lágrimas que le saltaban de los ojos: "Ja, ja, ja, dice que nos viene a descubrir!".

Cargando
No hay anuncios

Ambas historietas nos hablan de la relación que establecen unos indígenas con un visitante desconocido. Ante los discursos dominantes que, en el contexto respectivo de estas dos obras, legitimaban el sometimiento o subrayaban la superioridad del forastero, aquí se da la vuelta a la tortilla. Tanto Brunet como el autor (para mí desconocido) del chiste americano se burlan de la presentación de los colonos como civilizadores de pueblos ignorantes. Los novecentistas de la primera hornada mostraban a los indígenas del Empordà como unos galifardeos que se habían maravillado con la llegada de aquellos extranjeros sensacionales, pero en la pluma de Brunet, como observó Josep Pla, quien sintió una impresión de maravilla en el momento de desembarcar fueron los griegos, arraigada en su tierra, una gente que sabía tanto quién era que nunca se le habría ocurrido pedírselo. El otro chiste, el antiimperialista del Quinto centenario, satiriza la mirada española sobre América, que en los mejores casos fue paternalista y en los peores, genocida. En ambos casos, el elemento común es que los indígenas y los visitantes se descubren mutuamente, entran en relación, estableciéndose un vínculo, del tipo que sea.

Daba vueltas a todo esto ahora que termina la temporada turística. ¿Qué estamos haciendo los menorquines con el turismo y qué está haciendo el turismo con nosotros?

Cargando
No hay anuncios

Estoy casi convencido de que la mirada de los menorquines sobre el turismo ha ido cambiando a medida que los indígenas hemos ido entrando en relación a los visitantes. El turismo ya no es nuevo, pero la intensidad de la relación indígenas-turistas, quizás sí. Buena parte del turismo que había venido tradicionalmente a Menorca entraba en el hotel el primer día y apenas salía hasta el último. Sólo lo encontrabas si ibas a buscarlo y, por tanto, la interacción era mínima. Pocos turistas franqueaban el umbral de la intimidad de los menorquines para establecer algún tipo de relación que no fuera estrictamente comercial y de servicio. Creo que en esto tiene mucho que ver el modelo territorial menorquín: los pueblos para vivir y las urbanizaciones para los turistas.

Pero todo ha cambiado desde que (¡oh, error histórico!) dejamos entrar el turismo dentro de los pueblos –hoteles boutique, alquiler turístico, comercio de temporada–, difuminando progresivamente la distancia que separaba las zonas turísticas de los espacios de la vida local. La sensación creciente es que sin habernos movido de casa ya no vivimos en un pueblo sino en un parque temático –sensación más intensa a unos pueblos que a otros–, y que ya no somos los habitantes de un país con un sentido de pertenencia natural, con una identidad que de tan normal ni nos la planteábamos, porque hemos hecho lo peor que podíamos hacer: convertir creando una autoimagen artificial e impostada que, pese al barniz de autenticidad, es poco más que la apoteosis del provincianismo más ridículo.

Cargando
No hay anuncios

Cuando dejamos de decir Son Saura para decirle Son Parc, cuando nos creemos que hace más in ofrecer un brunch que una merienda, cuando no sabemos qué regalar a nuestro amigo más amigo y le acabamos obsequiando con un atardecer a uno spa, cuando ya no podemos ir a pasear por aquella plaza porque está saturada de mesas y sillas de todos los bares que la han colonizado, y cuando, en definitiva, estamos dispuestos a vendernos el alma porque el turismo es nuestro pan, hemos dado pasos decididos, quizás irreversibles, para dejar de ser indígenas y convertirnos (¿para siempre?).