Laura Izquierdo

Animal social: donde la utopía es posible

En un mundo en tensión constante, donde las fracturas son tan visibles como los anhelos de justicia y reconciliación, la danza nos abre un espacio para practicar nuevas formas de convivencia y escucha. A través del movimiento, exploramos la posibilidad de una utopía corporal colectiva capaz de imaginar otras formas de vivir juntos, incluso donde la herida parece irreconciliable.

Atravesar. Respirar. Ceder, pero también resistir.

Entregarse a la inercia de lo global, de un conjunto celular que palpita en un solo latido.

Redescubrirse a través del grupo.

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Seguir el tejido que se esconde debajo.

Ser estol que toca tierra y aire, acoger el sostenimiento del otro.

Compartir el aire, a pesar de las fronteras invisibles que nos rodean.

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Estamos en relación. Ésta es la utopía necesaria a la que se refería Spinoza. Los cuerpos muestran, en movimiento, que pueden dejar atrás la violencia y respirar colectivamente, pese a la diferencia. O quizá convivir con el conflicto como espacio habitable: lugar de reflejo y descubrimiento, territorio compartido donde el otro nos invita a explorar nuevas formas de formar parte.

La utopía posible es el animal que, pese al exterior hostil, persiste. Abraza la vida, cambia de posición para ir en busca del amor del prójimo, de la caricia y del reconocimiento plenamente humano. Este animal social ruge. Lleva sus heridas –las que atraviesan generaciones y tierras–, pero se transforma en contacto con las grietas de los demás. Separado de su origen, baile hacia la interdependencia. Y, en el corazón de la lucha, se reconoce en los semejantes y diferentes, se repara con ligereza en una danza sin final que devuelve, una y otra vez, al lugar de la transformación.

Los cuerpos coreografían imaginarios y acogen nuevos lugares posibles. Caminar hacia esa utopía es un acto político, especialmente en un mundo marcado por la separación y la resistencia. Los bailarines exponen tanto los automatismos como las posibilidades de nuevas formas de relación, atravesando espacios de placer, curiosidad, gozo y empatía radical, pero también de contradicción, incomodidad y tensión. Superar el conflicto sin salir damnificados, una utopía deseable.

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Animal social, la última pieza de danza de la compañía Col·lectiu 14, es una propuesta escénica que emerge de la necesidad de poner el cuerpo en el centro del debate sobre la convivencia, vulnerabilidad y resistencia. Es el relato de una pulsión que se balancea entre el impulso tierno que roza la piel y el deseo de reconocimiento del igual. Red de soporte, caídas sostenidas por quien también cae al lado. Cuerpos que resuenan con el cuerpo de la gran vida, siendo, sin más pretensiones que perpetuarse.

La obra es un proyecto interdisciplinario impulsado por la bailarina y coreógrafa manacorina Bàrbara Riera, cocreado con un equipo formado por once bailarines y bailarinas, una creadora sonora que construye un paisaje acústico vivo y poroso, una ilustradora plástica que traduce lo efímero del movimiento ecosistema artístico colaborativo.

La creación toma cuerpo a partir de un proceso largo de investigación colectiva, en el que la improvisación, la escucha y la tensión entre cuerpos han sido herramientas de creación. A medio camino entre la coreografía pautada y la experimentación abierta, la pieza ofrece un espacio donde el movimiento se convierte en lenguaje emocional y social. No existe una narrativa lineal, sino una sucesión de situaciones, pulsiones y gestos que, como un organismo vivo, se transforman y mutan según el vínculo entre intérpretes y público.

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El dispositivo escénico, sencillo pero sugerente, invita a un encuentro horizontal y cercano. No hay escenario elevado ni cuarta pared, sino un territorio compartido en el que todo puede pasar. El espectador no es sólo testigo, sino partícipe de una experiencia que apela a la mirada, pero sobre todo a la percepción y sensibilidad profunda. El sonido, la luz y el silencio se convierten también en cuerpos en escena.

Animal social explora la relación entre la persona y el colectivo, entre la fuerza de la manada y la fragilidad del individuo. Plantea preguntas que no quieren ser resueltas sino habitadas: ¿podemos encontrar formas de convivencia más generosas? ¿Podemos hacer del conflicto un espacio de crecimiento y no de separación? ¿Qué ocurre cuando dejamos de defender nuestra posición y empezamos a escuchar con el cuerpo?

El animal social, con la manada, gana fuerza y conocimiento, observa fuera cómo es dentro y se da cuenta tanto de la pérdida como del encuentro. Entre la danza y la improvisación, la obra no encuentra respuestas, sino que traza caminos vitales para explorar el equilibrio entre pertenencia y expresión singular. El conflicto aquí es una oportunidad para atravesar las divergencias sin perderse. Porque estamos en relación. Y ésta es, aún, una utopía posible –y necesaria.