Música

Imagine Dragons y el triunfo de la grandilocuencia de proximidad

55.000 personas acompañan al grupo de Las Vegas en el Estadio Olímpico Lluís Companys

BarcelonaCon la mano en el pecho, lanzando un beso de agradecimiento al entusiasmo con el que el Estadi Olímpic Lluís Companys vivió la hora y tres cuartos de concierto. Éste era el gesto de Dan Reynolds, el cantante, líder y portavoz de Imagine Dragons, cuando acabó Believer, punto final de una actuación llena de confeti, rock coreable y un sonido casi excelente. Cuantitativamente, el grupo de Las Vegas es la mayor banda de rock surgida en los últimos 15 años. Sólo en Spotify, canciones como Demons, Thunder y Believer tienen más de 2.700 millones de reproducciones, más o menos como Viva la vida de Coldplay. ¿Cuál es el secreto?

Tienen una decena de canciones de estructuras preparadas para la épica y cosidas con sonoridades familiares. Son Coldplay sin la pretensión de cambiar el mundo. Son U2 sin un líder mesiánico ni la obsesión por definir el futuro de la música. Juegan la carta de la grandilocuencia desde la intimidad, una paradoja a la que se abrazan haciendo terapia emocional de proximidad que llega a multitudes. "Guardarte las cosas es venenoso. Exprésalas y sé libre. La vida siempre vale la pena, vívela", dijo Reynolds antes de interpretar Walking the wire, recordando, como hace a menudo en los conciertos, que ocurrió una depresión. En vez de transmitir rabia y un presente infernal, como haría Phil Anselmo de Pantera, o de predicar el apocalipsis emocional como Nick Cave, Reynolds relata el dolor y la pesadilla psicológica comunicando una confianza similar a la de un exsoldado que ha superado el estrés postraumático haciendo servicios sociales. Y todos los discursos son los correctos, incluyendo las banderas de apoyo al colectivo LGTBIQ+ y en Ucrania. Reynolds, hijo de familia mormona, como el guitarrista Wayne Sermon, lleva una X pintada en el dorso de las manos. Es el símbolo del Straight Edge, el movimiento ligado al hardcore estadounidense de los años 80 que propugnaba una vida sin alcohol ni drogas (la X era la marca que las salas de conciertos ponían a los menores de edad para no servirles alcohol, y que los jóvenes se apropiaron como identidad). Vida sana, al menos físicamente. Imagine Dragons es el rock sin vicios de la ciudad del pecado.

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Lo más sorprendente es el triunfo de un rock que no tiene hipotecas con el lado salvaje del rock, pero que preserva su contundencia y algunos tics escénicos. En el Estadio Olímpico introdujeron I'm so sorry con un solo de guitarra que convocaba riffs carismáticos de la historia del rock, y Reynolds, un cantante en el cuerpo del ex militar Jack Reacher que recuerda la rotundidad física de frontmen del hardcore como Henry Rollins, regaló un buen número de imágenes icónicas, como cuando en Bad liar blandió el pie de micro mientras caminaba con decisión por una pasarela con forma de flecha desplegada sobre la pista entre el público. O cuando cerraba los ojos para hacer el falsete en Fire in these hills, el tema con el que empezó el concierto. O cuando se quitó la camiseta de tirantes para mostrar un torso sin tatuajes y hacer menos hostil el bochorno de la noche barcelonesa.

El gran acierto de Imagine Dragons es la forma en que fijan el tono del concierto con un par de canciones y lo mantienen sin apenas variaciones todo el rato. Después de Fire in these hills y el rock hiphopeado de Thunder ya tenían al público allí donde querían, y donde lo tendrían cuando hicieran la dramática Demons, cuando enlazaran la vodevilesca Wake up –una de las cuatro del disco Loom (2024) que tocaron– con una Radiocative culminada con catarsis instrumental y cuando la gente golpeara las estrofas decisivas deIn your corner. El público, impresionante en el entusiasmo, se entregó abiertamente a los estribillos con la misma intensidad al principio y al final, siempre pendiente de los movimientos de Reynolds por la pasarela, una decisión escénica paradójica. Por un lado, el cantante puede acercarse a más público, pero al mismo tiempo queda desconectado de los tres músicos, que durante buena parte del concierto parecen soldados a las órdenes de un sargento despótico que sólo les da pez de vez en cuando. Es lo que hace en el inevitable momento acústico con los cuatro en la punta de la flecha haciendo Next to me, intimidad autocompasiva cantada a gritos y con miles de móviles iluminando la noche, y Bet my life, country-folk acelerado que trata de explicar la conflictiva relación del cantante con sus padres.

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El otro acierto es no complicarse la vida. Sí, traen un dispositivo escénico grandioso, con pantallas gigantes que combinan imágenes del concierto con otras específicas para cada canción, pero la sofisticación conceptual es de fiesta de primaria. Cuando hacen Sharks, en las pantallas salen tiburones. Cuando tocan Birds, una balada que lleva el presagio de la épica en la melodía, el recurso gráfico son pajaritos. En Take me to the beach hay imágenes de palmeras y playa, y refuerzan la obviedad esparciendo pelotas de playa gigantes entre el público; pelotas que se mantienen en la excursión EDM de Shots, que tocan con espíritu festivo, pero que desaparecen después por no contaminar el discurso del resto de canciones. Todo en orden en una fiesta competente pero sin pellizcos que te hagan pensar que el concierto es irrepetible.