La Riba, el paseo perdido de Palma donde los mallorquines iban a "tomar la luna"

Hace 60 años, en 1965, empezó el derribo de la Riba, el que había sido el lugar de encuentro de los ciudadanos de Palma a lo largo de decenios

PalmaCon todos los matices que desee, es poco menos que si ahora en Palma se cargaran el Born. Con la diferencia de que quizá éste ya no sea tanto paseo como fue en el pasado, sino lugar de paso y terrazas de bares para los turistas. Hace 60 años, en 1965, se inició en el puerto de Ciutat el derribo de la Riba, el que había sido espacio de paseo emblemático de los mallorquines –frente al actual muelle de pescadores– ya donde, según Santiago Rusiñol, iban las vísperas a tomar la luna.

A una ilustración del libro de Màrius Verdaguer La ciudad desvanecida, el lector puede contemplar una vieja imagen de la Riba, que era "uno de los lugares más concurridos para el noble deporte del paseo dominical", dice el autor. En la fotografía aparecen mujeres con sombrero y chicos vestidos de marinero y, sobre todo, el paseo se ve estibado de gente. Ojalá entonces no había tantos turistas en Palma, porque si no talmente parecería la calle de Sant Miquel o la zona de la Seu, en nuestros días –ah, no, disculpa, que esto son sensaciones de los residentes.

La Riba, de hecho, eran dos orillas: la Riba baja y la Riba alta, divididas por un espigón. Se había construido en el último tercio del siglo XIX, en el curso de aquellas remodelaciones interminables que, sólo en un siglo y medio, multiplicaron por cinco la superficie del puerto de Palma.

El paseo de la Riba, que acababa en el faro de ese mismo nombre, tenía la particularidad de que el peatón pudiera disfrutar del espectáculo del mar a ambos lados. Se instalaron unas barandillas a cada lado, después de varios accidentes, quizás de espectadores demasiado entusiastas –como estos que ahora hacen peligrar su vida para hacerse un selfie. Así como el paseo desapareció en los años sesenta del pasado siglo, el faro se salvó, gracias a ser desmontado piedra a piedra y reubicado en otro lugar del puerto.

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La Riba fue, a lo largo de decenios, espacio de recreo y encuentro de los ciudadanos de Palma. Para estirar las piernas, sentarse en los bancos, tomar algo en el quiosco Miramar, conversar y, sobre todo, para poner en práctica una de las distracciones predilectas de los mallorquines: ver llegar o partir los barcos. El mar no era ya un peligro, como lo había sido a lo largo de los siglos.

'Ganar la peseta'

El viajero Gaston Vuillier ya había observado, a finales del XIX, que ver llegar a los barcos era "una de las grandes distracciones de los habitantes" de Palma, cuando no se habían inventado ni internet, ni los móviles, ni las redes sociales. Ir a encontrar a un familiar o un amigo en el puerto –"esperar el vapor"– también constituía todo un acontecimiento. Se iba en grupo en un coche de caballos hasta el muelle de atraco, justo frente a la Riba. Se esperaba el aviso de llegada: "¡Ya hay señal!". Y, al recoger al viajero, se emprendía la ruta de regreso. Al llegar a casa, se celebraba la feliz conclusión de la aventura con una merienda de chocolate y ensaimadas.

La construcción de la nueva escollera, hacia 1875, constituyó otra distracción portuaria para los mallorquines. Pasaron cerca de veinte años hasta que aquella obra magna se llevó a cabo, y durante todo este tiempo los ciudadanos de Palma observaron cómo se transportaban las piezas desde la cantera de Portopí hasta su nueva ubicación, como una especie de inspectores de esas tareas.

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Personas que ahora son mayores recuerdan cómo, de pequeños, iban a la Riba con los padres o con los padrinos, a dar el paseo. Alguien aprendió a nadar. También se practicaba la pesca. El pasatiempo preferido de los más pequeños consistía en subirse a la muradita y andar por encima, haciendo de equilibristas.

En la Riba se acuñó la expresión "ir hasta el farol a ganar la peseta". Esto consistía en llegar hasta el final del paseo, proeza equivalente en aquella época a ganarse una peseta. Porque eran pesetas antes del año 1965, es decir, que no eran poca cosa.

En su libro mítico La isla de la calma, Santiago Rusiñol dedica un capítulo entero a describir este lugar de Ciudad, el paseo de la Riba, que califica de "bellísimo". Entonces, en las horas diurnas era un lugar más bien despoblado. En cambio, al llegar el atardecer, se poblaba de una multitud que iba... a tomar no el sol, claro, sino la luna.

Del espectáculo que tenía lugar a continuación, el escritor catalán reiteraba que era "bellísimo". Primero: la calma resultaba absoluta, y esa calidad, la calma, es lo que más quieren a los mallorquines en este mundo –aunque no sé si sería así ahora, o si lo fue así nunca, o si tal vez era un invento suyo. Segundo: tanto a derecha como a izquierda, se oía el chapoteo del mar, con un efecto relajante infalible. Más calma todavía. A esto debemos añadir el brillo de las lucecitas verdes del puerto, de las que apunta Rusiñol "son un regalo del rey", si bien sería mucho más exacto decir que eran un regalo del contribuyente, que era –entonces y ahora– quien lo pagaba. La aparición del satélite en el firmamento conseguía un hecho milagroso: que todos los presentes quedaran en silencio, admirando 'Ella', "la amarilla odalisca".

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Después, todo el mundo levantaba el campamento... Menos las parejas de enamorados, para las que aquel espacio, con el mar a ambos lados y bajo la luz de la luna, constituía el lugar más romántico que pudiera imaginarse para sus florecillas. Rusiñol calculaba que, desde que se había dispuesto de ese paseo, seguramente se habría incrementado en Palma el número de matrimonios: era un espacio que invitaba a emparejarse. Quien no llevaba a la mujer o la promesa, no era "digno de ser joven". Es más que probable que padrinos y repadrinos de los mallorquines actuales iniciaran su relación en ese escenario que ahora ya sólo existe en los recuerdos.

Un elemento bien característico del paseo de la Riba era el quiosco y merendero Miramar, que ofrecía una vista espectacular de la Seu y el puerto. Según Luis Fábregas refleja en sus memorias, ocupó el lugar de un antiguo farol. Él iba de estudiante con sus amigos, y lo habitual era discutir con el dueño por el precio de la consumición, que califica de "atracamiento a mano armada".

Además de bar, el Miramar era también estanco. Cuando llegaba cada día el momento de ir al muelle a echar la correspondencia, el dueño hacía un buen negocio con la venta de sellos. Y, como él mismo les aferraba a las cartas y postales, relata Fábregas, "quedaba exhausto y con pérdida total de saliva, de tanto utilizar su lengua de esponja".

La oferta de comida y bebida no debió ser nada del otro mundo. Sólo algún bocadillo y refrescos. Al no disponer de nevero, las cervezas se servían a temperatura ambiente... De rincón bañado por el sol todo el día. Esto debió de cambiar con el tiempo, porque en una imagen de 1913 podemos leer, en un cartel aferrado al quiosco: 'Cool Beer. Frisches Bier', es decir, 'cerveza fría', en inglés y en alemán. Y también 'Exchange of Money', "cambio de moneda". Que en 1913 ya hubiera en Mallorca suficientes turistas de habla inglesa y alemana para justificar este rótulo no deja de ser curioso.

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La Riba sirvió de lugar de tertulias interminables a Fábregas y su pandilla de amigos, que vivieron ratos inolvidables, a los que tanto recitaban poesías –uno de los más hábiles en esta práctica acabaría de jesuita– como disertaban sobre sus vocaciones de mis miseraciones, fueran sus vocaciones, fueran sus vocaciones, ondas– de poseer una barquita, o emigrar a las Américas. Tenían el buen gusto de dejar en paz a las parejas que se encontraban por la zona, dedicadas a la contemplación de la luna. "A las nueve aquí", les habían dicho en casa. Pero, por supuesto, siempre llegaban media hora más tarde, con el correspondiente sermón por parte de los padres.

Hace 60 años

En 1965, hace 60 años, se empezó a derribar la Riba, un largo proceso que culminó en 1969. Así desapareció lo que había sido lugar de paseo de los mallorquines y de los visitantes. Ahora, con una sensibilidad por el patrimonio incomparable, probablemente se armaría una gorda, pero aquella era la época del desarrollismo salvaje del franquismo, y tampoco es que la disidencia estuviera muy bien vista. Ese mismo 1969 se inauguró la autopista hacia el aeropuerto, que dejaba por primera vez la Sede separada del mar. Y todavía hay quien piensa que aquellos fueron buenos tiempos.

Una curiosidad: lo apuntado al principio, de desmontar el paseo del Born tal y como lo hemos conocido siempre, lo propuso en 1889 al semanario La Roqueta el, en tanto de aspectos, visionario y tan entusiasta del progreso Miquel dels Sants Oliver. Si bien lo hizo un 28 de diciembre, Día de los inocentes, con lo que no acababa de quedar claro si iba en serio. La propuesta era convertirlo en un bulevar, dejando el espacio central para el tráfico. Por suerte, esta idea suya fue de las que no prosperaron.

El paseo perdido, visto por los escritores mallorquines actuales

Escritores mallorquines de nuestro tiempo, que llegaron a conocer este espacio de niños, han evocado en sus obras el desaparecido paseo de la Riba. Era, ha escrito José Carlos Llop, "la magdalena proustiana", es decir, el detonante de la memoria, para "generaciones de palmesanos (...). La vida en la Riba poseía aquella beatitud horaciana de la provincia, con sus destellos de vanidad y de esgrima floreada sobre la conducta de los hombres".

"En el pretil de la Riba", rememora Valentí Puig, "se reinventó toda la filosofía presocrática". El paseo "parecía avanzar mucho mar adentro" hasta el farola, "enigma de luces y centelleos para niños con arcos y trompos que tropezaban con reclutas en busca de criadas". Era lugar de "tertulias de vísperas de verano" y "juegos de miradas y deseos (...). La brisa del mar detenía el tiempo al caer por la tarde".

"La Riba era entonces", escribe Miquel Rayó, "uno de los límites de Palma. El farol señalaba el final del muelle y, por tanto, el inicio del mundo fuera Mallorca". Aquí, "el paseo era largo y pausado, de alcance doméstico, apto para mirones". En esos paseos "aprendí a mirar" –una calidad imprescindible para un futuro narrador– y "todo cuyo vocabulario marinero dispongo".

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Información elaborada a partir de textos de Luis Fábregas, Mario Verdaguer, Miguel Rayó, Luis Ripoll, Santiago Rusiñol, Valentín Puig, José Carlos Lobo, Gaston Vuillier, Miguel de los Santos Oliver, Rafael Soler, Javier del Hoyo y Arnau Company y el colectivo Fotos Antiguas de Mallorca.