La hija única

Quisiera encontrar mi forma de vivir el duelo

Más que solemne, ir al cementerio a veces me resulta una experiencia esperpéntica, a ratos decadente

PalmaPasamos a buscar mi madrina y subimos directamente hacia el cementerio. Hace días que fue Todos los Santos. La explosión de flores ahora luce más bien como un cuadro de naturaleza muerta que nos recuerda que ya llegamos tarde. Sin embargo, si no fuera por la madrina, ni mi madre ni yo visitaríamos nunca ese lugar. Me pregunto si, cuando ella ya no pueda hacerlo, alguna le tomará el relevo. Si fuera por mí, ni siquiera sabría encontrar la puerta de entrada para acceder con el coche, así que es ella quien, cada pico, me guía: "No, muñeca, tira más adelante. Es una puerta muy grande, la verás". Para encontrar el blog donde se encuentran nuestros familiares también debo necesitar sus indicaciones: "La segunda calle a la izquierda". Aparcamos el coche y nos organizamos para decidir quién visitamos primero. Nunca me dejará de sorprender cómo irrumpe el sentido de la practicidad en momentos en que aparentemente deberías guiarte por el instinto o la impulsividad. Es como si el intento de poner sensatez nos anestesias un poco las vísceras.

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Nos ponemos manos a la obra y dividimos las tareas: mi madre intenta separar las flores, yo voy a vaciar el agua del jarrón ya poner de nuevo, mientras mi madrina intenta dirigir nuestros movimientos, como una orquesta. La cuerda con la que han firmado el ramo es tan fuerte que no lo conseguimos quitar de ninguna manera y empezamos una competición por quien encuentra la manera más fácil de hacerlo: "Baja la cuerda, así, hacia abajo", dice mi madrina; "Saca las flores, una por una, hacia arriba", digo yo; "Dadme algo para cortar la cuerda", dice mi madre. De repente, nos encontramos las tres intentando cortar la cuerda que rodea las flores con las llaves de casa, sin mucho éxito. Mientras observó volar por los aires algunos pétalos a causa del zarandeo, intento recordar cuál era el propósito de todo esto. Es como si nos hubiéramos olvidado de por qué estábamos allí. ¿O es que queremos olvidar porqué estamos? Gestionar, resolver y encargarnos de las cosas ha sido la forma en que hemos aprendido a mostrar cariño. E incluso aquí no lo sabemos hacer de otra forma.

Cuando hemos conseguido liberar las flores, las colocamos bien estufadas y dedicamos unos minutos a observar el resultado y, ahora sí, recordar a nuestros difuntos. Quedamos calladas, casi a oscuras, porque ya son las seis de la tarde, y mi madre, disimuladamente, saca el móvil para poner un poco de luz. Parece que me ha leído el pensamiento. Así que allí nos encontramos, las tres, mirando un nicho iluminado por la linterna del iPhone. Más que solemne, ir al cementerio me resulta a veces una experiencia esperpéntica, a ratos decadente. Todo es tan protocolario que llega a parecer una performanza, una coreografía dirigida. Todo es tan postizo que nos delatamos nosotros mismos en cada gesto o frase espontánea, verdaderamente sincera. "Bueno, vamos. Sin embargo, ellos no pueden vernos. Y yo los tengo todo el día en la cabeza", dice mi madrina, en señal de que con cinco minutitos ya ha tenido suficiente. Con ella siempre ha sido así, su duelo siempre ha guiado al nuestro, demasiado protagonista para que el resto encontrara uno propio. Su pena siempre ha sido mayor, tan grande que parecía que el resto no podíamos oírla también. Su lamento ha sonado más fuerte. Sus lágrimas han llegado antes. Y así como llegan, se van. Giramos cola y cambiamos de tema. Mi madre pide dónde están enterrados los padrinos de parte de su padre y mi madrina le indica el número del nicho exacto, aunque nunca haya vuelto a poner flores desde que es viuda. Entonces comienza toda una explicación detallada sobre qué hicieron con los restos de mi repadrino, con el mismo tono que utilizaría como si charlas de hacer una reforma en su casa: "Al padrino Miguel le enterraron, pero con el tiempo quedó hecho un desastre, así que hace unos años lo quitaron, lo metieron en una bolsa y lo dejaron más. Con ella, charlar de los muertos acaba siendo una cuestión pragmática, como si lo más importante fuera la acción en sí misma –y hacerla bien– que el motivo de la acción.

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Quizá sea por eso que, estando allí, me cuesta sentir algo cuando recuerdo a quien pertenecían los restos que tengo delante. Me gustaría tener mi propio ritual, más allá de las flores de plástico, de la frase poco elocuente 'no te olvidamos' y de la misma paloma grabada por defecto en la mayoría de las lápidas. No me sugestionan las ceremonias vacías, las representaciones forzadas, como una comida de familia que se repite el domingo tras el domingo sin ganas ni sentido. Quisiera relacionarme de otro modo con la muerte, elegir mi formato de luto, decidir si realmente creo que hay un más allá, y renegar por completo –o no– de mi espiritualidad.