Mundo de cambio
Con el año a punto de empezar, me viene a la cabeza la idea de que Trotsky dejaba entrever en su obra: en momentos de cambio, la competencia entre el mundo que muere y el mundo que nace es tal, que ambos se entrelazan, y durante un tiempo cuesta diferenciar entre uno y otro.
El mundo actual –ya no soy capaz de distinguir si hace un segundo, hace una o dos semanas o en los últimos seis o diez años– ha mostrado avances que despiertan reacciones feroces. Lo vemos, por ejemplo, en la conciencia de los derechos humanos coexistiendo con la normalización de una violencia retransmitida sobre el pueblo palestino; y también en el reconocimiento ampliamente aceptado de las causas del cambio climático, mientras al mismo tiempo la respuesta política sigue siendo insuficiente, errática o directamente hostil.
Estados Unidos, encabezado por el gobierno de Trump, parece ser un ejemplo perfecto del mundo que no quiere acabar de morir –o que no quiere acabar de dejar nacer al nuevo. Esta semana hemos leído sobre incautaciones y detenciones de barcos venezolanos con petróleo; el tratamiento de Groenlandia como un botín –ciertamente rico en minerales críticos y rutas de intercambio emergentes–, mientras Dinamarca y los groenlandeses recuerdan, con razón, que un territorio no se compra como quien compra una finca; y el paro de cinco parques eólicos marinos ya autorizados en la costa este de EEUU, apelando a los "riesgos de seguridad nacional" –eso sí, sin explicarles demasiado.
La contradicción es reveladora: la demanda eléctrica sube –impulsada en parte por la expansión de los centros de datos–, pero se frenan implementaciones energéticas sostenibles que debían ayudar a cubrir necesidades reales y, a la vez, a reducir la dependencia de los intereses políticos (y económicos) que siguen decantando la balanza. El viejo mundo no sólo defiende su poder: también decide qué futuro energético puede nacer y cuál debe quedar a medio gesto.
Suerte de la ciencia que todavía nos puede ofrecer el contrapunto necesario para no acabar arrastrados por el cinismo. La revista Nature, como cada año, ha recogido este fin de año algunas buenas noticias: la recuperación de especies que parecían condenadas, el recordatorio de que el Protocolo de Montreal sigue cosiendo la estratosfera –y que el agujero de ozono no era una condena eterna–, o la aceleración de las renovables hasta superar el carbón en el mix global – economías emergentes. Son ejemplos de una idea poco romántica, pero esencial: cuando el conocimiento se combina con políticas sostenidas, el mundo cambia.
Ahora bien, el 'nuevo' también tiene sombras. La ola de inteligencia artificial –este mercado lleno de promesas– no es etérea: necesita cobre, litio, agua y energía. Algunas estimaciones sitúan la huella del 2025 entre decenas de millones de toneladas de CO₂ y cientos de miles de millones de litros de agua. Seamos claros: a pesar de centrarse en la parte digital, el futuro no deja de implicar una dimensión material. Y si no lo asumimos, el nuevo mundo puede acabar tragado, como los hijos del titán mitológico Saturno.
El nuevo año siempre comienza con buenas promesas y objetivos. Vamos a ver si los cumplimos y empujamos a favor de un mundo más justo y bien repartido para todos. Felices fiestas y que tenga una buena entrada del 2026.