Luces de Navidad
Las luces de Navidad llevan días encendiéndose y, con ellas, se produce ese efecto curioso por el que el tráfico, en las ciudades, parece intensificarse y volverse aún más difícil, más agresivo, más –precisamente– intransitable. Atascos sin tono ni sonido, coches atravesados donde toca, congestiones en las vías principales, claxons, claxons, claxons. Una disonante sinfonía de claxones, clamando bien alto una de las características de estas fechas: la fuerza que cogen todas las formas de incivismo. Gente que llama, gente que empuja, gente que se pelea en la vía pública, en los lugares de ocio, en las superficies comerciales. "Es el espíritu navideño", proclaman, mientras a continuación le sueltan cualquier animalada a uno o una que les ha pasado por el lado, o por delante. Las luces de Navidad, mientras, engalanan las calles y las avenidas, las fachadas, los escaparates e incluso los árboles de la calle, con esos absurdos condones de bombillas que los enroscan en el tronco. La globalización hace que el paisaje sea, más o menos, lo mismo en todas las ciudades grandes del mundo occidental y Palma, que gracias al turismo tiene todos los inconvenientes de una ciudad grande pero ninguna de las ventajas, es una excepción.
Navidad no son fechas familiares y de recogimiento, como repite el tópico incansable (los tópicos, por definición, son incansables y pegajosos: el hecho de escribir 'tópico incansable' ya es, en sí mismo, un tópico incansable), sino una temporada comercial. Informativamente, se mide por la media de gasto de cada ciudadano, por la cantidad de jamones y de langostas que se han despachado en las charcuterías y pescaderías de los mercados y los súpers, y como no, por la cantidad de reservas que registran los hoteles. Siempre son cifras exorbitantes y siempre van seguidas de la aparición de algún representante de los hoteleros que gime/amenaza que los resultados no son suficientemente buenos y que las administraciones deben verter más dinero en su sector, porque de lo contrario tendrán que despachar o precarizar a más trabajadores (a continuación, o poco rato después), alguien otro afirma. Las luces de Navidad, al igual que la música y el incremento del tráfico en las calles, cumplen la función de estímulos para la compra. No son otra cosa. Con la iluminación adecuada, los animales humanos reaccionan pavlovianamente con el impulso de consumir, de comprar lo que sea, al igual que las gallinas de las granjas comen pienso todo el tiempo que les pongan luz artificial.
Las luces de Navidad son una señal que llama a los cuatro vientos la hegemonía del capitalismo, por lo que se han convertido, también, en nuestros días crispados, en bandera ideológica. Ante las amenazas del cambio climático –que deberían ser, y no son, una de las primeras preocupaciones de los gobiernos del mundo, sobre todo del llamado primer mundo, y también de sus ciudadanos– los científicos han aconsejado disminuir el consumo superfluo de energía eléctrica, cuyas luces de Navidad serían el ejemplo por antonomasia. La respuesta de la derecha, y del capitalismo en general, ha sido la habitual: si no quieres caldo, taza y media. Más luces que nunca, competiciones para levantar el árbol navideño más grande y más alto, etc. El apólogo bíblico sobre el ternero de oro, perteneciente al ciclo de las historias de Moisés y el éxodo, nunca había estado tan vigente: es un relato sobre la avaricia y sobre su prima hermana, que es la estupidez.