Cuidar a quien nos cuida (en defensa de la gente mayor)
La esperanza de vida global ha aumentado sólo en el último siglo casi 40 años. Se sitúa en torno a los 73 años de media en el mundo, y entre 81 y 82 años en el contexto europeo. En el otro extremo encontramos países del África subsahariana en los que es difícil superar los 55. La esperanza de vida es, pues, un reflejo de las desigualdades a escala mundial, pero también un indicador de las políticas de bienestar. Porque tampoco en el mundo rico está todo escrito. Se supone que cuando ya llevamos un cuarto de siglo XXI, la cosa debería seguir evolucionando positivamente, pero Estados Unidos, donde la esperanza de vida llevaba ya estancada y está empezando a caer, es un recordatorio de que no podemos dar nada por asegurado.
A pesar de Estados Unidos, que debería hacerlo mirar por eso y por muchas otras cosas, la cuestión es que las sociedades en general y las occidentales en particular envejecen, y esto es un síntoma de progreso social: vivimos más tiempo y en general, mejor. Sin embargo, el camino hasta aquí no está exento de contradicciones y paradojas.
La primera es la de una sociedad de consumo donde la apariencia se valora tanto o más que el ser o el tener. Y uno de los rasgos del éxito es el de mantener una imagen joven, aunque nos acerquemos a la edad de la esperanza de vida de nuestros repadrinos. La moda, el cine, las redes, son en parte los medios que han creado cultura y hábitos sociales que legitiman la búsqueda permanente de la fuente de la juventud, y toda una industria quirúrgica creada en torno al mismo objetivo: si no te gusta la forma o la edad real de tu cuerpo, puedes modificar su apariencia pasando por quirófano. Por supuesto también hay quien se resiste, con la heroicidad de quien nada a contracorriente. Por ejemplo, las mujeres no tan mayores que han decidido en los últimos años dejarse las canas, y nos recuerdan que los cánones de belleza son una imposición patriarcal y capitalista.
En un mundo que idealiza la juventud hermosa y fornida –¡y éste era también un mantra de los fascismos de hace un siglo!–, no debe extrañarnos la proliferación de la discriminación hacia las personas mayores en los últimos años, también llamada 'edadismo'. Un edadismo perceptible hace tiempo en elementos como la discriminación en el acceso al trabajo a los mayores de 45 años; o como el paternalismo y la condescendencia en el acceso a servicios como la sanidad, donde a veces se menosprecian las quejas de los padrinos… Y en la publicidad que idealiza de nuevo la juventud y reproduce los estereotipos de las personas mayores como personas frágiles y dependientes.
Por supuesto que hay personas mayores frágiles y dependientes, pero son la minoría. Muchas, a pesar de haber vivido vidas laborales que algunos hoy no aguantaríamos, mantienen un nivel de actividad suficientemente intenso hasta el límite de sus días, mucho más de lo imaginable hace sólo unas décadas. A quienes lo necesitan, la sociedad las cuida, a través de un sistema más que mejorable de residencias que con la pandemia mostró muchos errores e insuficiencias que aún esperan a ser revisados.
En realidad, la mayoría de los padrinos y madrinas cuidan, más que ser cuidados. Basta con pasearse por la puerta de cualquier escuela a la entrada o la salida: son la mayoría del público. Esto tiene mucho mérito, sobre todo si tenemos en cuenta que en Baleares, cerca del 40% de las personas mayores no alcanzan los 785 euros mensuales de pensión, lo que los sitúa por debajo del umbral de pobreza. Desde la crisis de 2008, muchos de ellos también dan comida a hijos y nietos.
Volviendo al edadismo, fíjate que en los últimos tiempos empiezan a esparcirse mensajes que rozan el discurso de odio hacia las personas mayores. Mensajes que provienen del mundo financiero, cuando se valora que quizás las personas viven demasiado tiempo, o que no se podrán pagar pensiones en el futuro. Gurús de las finanzas y influencers culpabilizan a la generación boomer –los nacidos después de la guerra– de la precariedad de los jóvenes de hoy, como si todos los boomeros fueran Amancio Ortega o Miquel Fluxà.
El trasfondo de todo ello es que los bancos y fondos de inversión quieren apropiarse del sistema público de pensiones. Lo hacen apelando al bienestar y al futuro de las personas mayores, mientras cierran oficinas en barrios y pueblos pese a ganar lo que no está escrito. O les ofrecen mejorar su pensión si a cambio les entregan su casa, el ahorro de toda una vida. La banca siempre gana, dicen.
De especuladores y espabilados, hay de todas las edades. Lo que sí sé es que ni en un caso ni en otro son los de mi clase social. Y que ya es hora de detener de raíz estos discursos, vengan de donde vendan, y de cuidar a quien nos ha cuidado y nos cuida. Porque si tenemos derechos sociales hoy en día, por muy tocados que estén, es gracias a la generación boomer ya quienes les han precedido. De nuevo, gracias por cuidarnos.