Cocinar para comer, un anacronismo delicioso

Hace dos semanas compré un conejo en la carnicería. Pedí que me lo hicieran en pedazos. Puse, previamente salpimentadas, los muslos, los bracitos y las partes más carnosas del riñonado dentro de la sartén con aceite a querer. Cuando se empezaban a dorar, añadí dos patatas novatas y, a los pocos minutos, una cebolla cortada grande. Lo corrí de sal. Nos lamáramos los dedos.

Mientras tanto, en otra olla sofrí una cebolla y un tomate de ramellet rallados. A continuación, con sal y pimienta, añadí las taras restantes del conejo, con el hígado, el corazón y los riñones hechos trocitos pequeños. Cuando encontré que estaba en su punto, añadí agua y lo hice hervir un ratito. Eché una cucharada de pimienta a bordo, un puñado de judías y otra de chicheros. Guardé dos alcaparras en el congelador. Y el tercero, para el día siguiente, en el nevero. Aprovechando que estaba en el súper a comprar otras cosas para casa, busqué, sin éxito, un paquete de burballes (un súper de esos gordos, ya me entiende). No me molesté en preguntar si las tenían. Me vi explicando que era una pasta de tamaño medio con forma de ondas del mar un día de marejada y pensé que sería mejor ir a un lugar más adecuado, donde sólo entrar por la puerta me llamarían buen día y podría pedir sin tener que pasar pena de nada si tenían burballes. Lo tuvieron. Y nos las comimos. Nunca habéis visto algo tan sabroso.

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No tienen mucho secreto, estas dos recetas. Son simplisimas. Y económicas. Sólo deben necesitar tiempo y amor. Las sé porque las he visto siempre a mi madre. La cocina es un elemento más de esta Mallorca que se desvanece, de esta cultura catalana del Mediterráneo de 800 años, quién sabe si aún más de siglos atrás. Los catalanes del continente se han admirado siempre del vigor cultural que nuestro hecho isleño nos permitió sostener hasta casi el siglo XXI. La lengua, las canciones, las fiestas y también la cocina. La cocina de las fiestas: las panadas, los rubiols, los señoritos (crespells o estrellas, si no sois de Manacor), la sopa de Navidad, la porcella... pero también los platos de cada día: las burballes, el arroz (sucio o de rotero), los caldos, los fideos, las sopas (de matances, de verano, aguiados, las tortas, los asados... y el gusto inequívoco por un buen pan (lo de conocer de qué horno lo han llevado...). Todo esto es Mallorca, todo esto es cultura.

El lector goloso tendrá que disculparme por el preludio culinario. Pero que salga a rollo tiene una explicación. 3CatInfo publicaba el otro día un reportaje donde nos alertaba de que en España (qué lástima que en tantas cosas TV3 y sus marcas herederas hayan perdido el marco referencial) en los últimos treinta años se había multiplicado por tres el consumo de productos ultraprocesados. Lo son las bolsas de patatas fritas, ineludibles en cualquier mesa festívola, pero también las pizzas congeladas, las galletas, los cereales azucarados, las bebidas refrescantes, la bollería industrial, los enlucidos congelados, las lasañas o canelones precocinados, los helados, los yogures...

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El siglo XXI nos abocó a la modernidad más rabiosa, a esta moda de vivir pronto ya no perder tiempo en lo cotidiano, no fuera cosa que pudiéramos volver vulgares. Entre semana, un bistec vuelta y vuelta, dos huevos estrellados, unas patatas fritas. Esto los días que no lo compran hecho en el súper (en todas las grandes superficies ya tienen un apartado de comidas preparadas) o lo mandan a un chino. Y los fines de semana, a cenar afuera. El trabajo remunerado y el ocio ocupan el tiempo de la mayoría de gente, que, en general, no quiere conceder a la belleza de la lentitud oa la felicidad candorosa de la pausa. Ya está claro que cada persona es un mundo, pero a mí me da más paz encerrarme dos horas en la cocina que pagar 50 euros por 50 minutos de yoga o de pilates.

Sin embargo, es evidente que todo cansa. La obligación de alimentar a una familia combinada con el trabajo, ya sea en horario intensivo (acabar a las tres no es ningún buen augurio para favorecer los almuerzos familiares), ya sea en horario partido (con dos o tres horas para ir y volver y en medio hacer el almuerzo y comérselo) deviene para mucha gente una carga que tratan de resolver de la gente.

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Y una vez más, cuando hablamos de sostener el cuidado, la tradición, la cultura, y los ritmos lentos y elaborados, volvemos a chocar con la presencia de la mujer, que era quien gestionaba con imaginación, sentido dietético y perspectiva estacional e histórica, la alimentación del grupo. La incorporación al mundo laboral de las mujeres ha destruido los cuidados por las demás personas (hoy mayoritariamente institucionalizadas en escuelas, actividades extraescolares y residencias geriátricas) y también ha devastado la cocina así como la habíamos entendido hasta cerca de finales del siglo pasado.

Estos días hace 20 años que Antoni Tugores publicó Memoria de la cocina mallorquina, un libro monumental que recoge las recetas más comunes, pero también aquellas que se habían perdido en los anales del tiempo, a partir de entrevistas con cocineras de toda la isla, un tesoro que se desvanece sobre un suelo tapado de hojas de calendario arrebatadas.

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Es, pues, responsabilidad de todo el mundo no sólo poner pie fitero ante el avance imparable de los ultraprocesados, sino también malograr sostener la comida de temporada, la verdura y la carne de aquí. Volvemos a la cocina de aprovechamiento, económica, sencilla, gustosa, imaginativa y saludable. Seremos más felices y seremos más nosotros.