El catalán: ¿estamos tan mal?

El derrotismo con la lengua no nos lleva a ninguna parte. El catalán está vivo. La vida es siempre inestable. Sirve para casi todo: literatura, cine, periodismo, educación, ciencia, política... Presentando servicio y batalla. El rápido crecimiento demográfico foráneo ha debilitado su posición relativa, pero en términos absolutos hay más hablantes que nunca. El pesimismo, por tanto, sólo está relativamente justificado. El optimismo como método es más eficaz que el dramático fatalismo que nos está carcomiendo, que nos paraliza. No se trata de negar la compleja realidad ni las llamativas debilidades (justicia, empresa, calle), sino de mirarlo con otros ojos. De quitarnos de encima la pesada carga de negatividad victimista, por no decir catastrófica, que, en efecto, nos lleva a la catástrofe.

Dejemos que los jóvenes (o no tan jóvenes) escritores, los periodistas y cineastas, los maestros y científicos y políticos demuestren la vitalidad de la lengua, que le insuflen aires renovados y conecten con el gran público con naturalidad y sin renunciar a la calidad. Dejemos que nos sorprendan, que generen empatía y adhesiones. Damos una nueva oportunidad al catalán, una renovada ilusión. Es posible. Y sobre todo es deseable. De hecho, está pasando, pero nos negamos a verlo. Sólo vemos los problemas, que están ahí. Fijémonos también en el dinamismo y éxitos como los del cine.

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En realidad, siempre ha ido así. El catalán se ha ido reinventando, afanando por seducir. Como la democracia, es necesario cuidarla de forma permanente. De la mano de Narcís Garolera y su libro Seis escritores (Leonard Muntaner), me referiré en especial a los casos de Jacint Verdaguer y Josep M. de Sagarra. En momentos social y políticamente más convulsos que los de ahora, fueron dos autores cultos de una estallante popularidad, que hicieron brillar la lengua y le dieron una fabulosa dimensión ciudadana.

Un Verdaguer jovencísimo, de 20 años, ya obtenía dos distinciones en los Juegos Florales de 1865 por dos poesías de tema patriótico. Iniciaba así una trayectoria brillante, que al cabo de una década (1877) daría lugar a La Atlántida –elogiada por quien después sería premio Nobel Frederic Mistral o por Menéndez Pelayo–, a la que seguirían Idilios y cantos místicos, el montserratino Virolai –cuando el papa León XIII en 1880 proclamó la Moreneta patrona de Catalunya–, la oda En Barcelona (1883) y Canigó (1885), que, como dice Garolera, pretendía "contrarrestar la supuesta españolidad de su primera gran epopeya, La Atlántida". En 1888, año de la Exposición Universal, llega la recopilación Patria, con poesías tan conocidas como El emigrante. En la década de los 90 comienzan sus problemas: la deriva exorcista –que le distancia de la jerarquía eclesial–, los excesos con las limosnas –que le hacen chocar con su mecenas, el marqués de Comillas– y con el tiempo la opción de ir a vivir con la viuda Duran y sus dos hijas.

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Cuando finalmente el obispo Morgades le priva de decir misa, Verdaguer le responde a la prensa, y aquí comienza una nueva dimensión de conexión popular de su obra. Su articulismo polemista En defensa propia lo hace en catalán en cabeceras en castellano y con un estilo directo, en primera persona, de una absoluta modernidad. Utiliza "una lengua viva, natural, culta y popular a la vez, inusual hasta entonces en un medio de comunicación catalán", anota Garolera. Es la maravilla de su prosa apasionada. Y así, enfrentado al poder, conecta aún más con las masas populares. Envejecido prematuramente, cuando a los 57 años muere, trescientas mil personas acompañan el despojo en el cementerio de Montjuïc, entre ellos el joven Pablo Picasso.

¿Y Sagarra? Pues lo mismo. Contra el destierro de la novela por parte del Novecentismo, Sagarra vence el miedo a probarlo. Poeta y autor teatral ya consagrado, en la cuarentena escribe Vida privada, "la novela de la Barcelona actual", donde sale todo el mundo, desde los carlistas hasta los nudistas, y que se abre con una escena que es como un primerísimo plano cinematográfico (desde 1920, cuando vivió en Berlín como corresponsal deEl Sol, se había interesado por el cine). ¡Modernidad! Y un gran acierto: escribirla en un catalán llano, "vivo, casi coloquial". Sí. Entonces y ahora, el catalán sigue vivo.