El desarrollo económico de los años sesenta animó a muchos residentes de pueblos del interior a instalarse en urbanizaciones de la costa para poder disfrutar de los veranos. El ARA Baleares habla con algunos que pudieron y otros que no
PalmaCon el boom turístico de los años sesenta, nuestra costa no sólo empezó a ser colonizada por hoteles sino también por urbanizaciones. La incipiente sociedad de consumo del momento permitió a algunas familias construirse una segunda residencia en la orilla del mar, un lugar que, curiosamente, durante siglos, había sido temido por ser la puerta de acceso de epidemias y piratas. La democratización del coche, símbolo de libertad y de modernidad, facilitó los desplazamientos familiares en el litoral.
Quien se quedó con ganas de disfrutar de esa nueva moda fue la inquera Caterina Valriu, de 64 años. Hoy es catedrática de Filología Catalana y Lingüística General de la UIB. "Mi hermana mayor y yo nunca pudimos veranear. Mis padres regentaban una carnicería. No podían permitirse el lujo de encerrarla en verano. También tenían una finca con animales que debían alimentar cada día". Sin embargo, hubo un hecho luctuoso que marcó la relación de la familia con el mar: "Nuestro hermano murió negado en una playa de la Colonia de Sant Jordi cuando tenía 14 años. Yo entonces tenía 7. En casa ya no quisieron que volviéramos a una playa".
Antes del boom turístico, en Inca ya había habido empresarios del calzado y médicos con una casa de verano, sobre todo en la zona de Pollença y Alcúdia. Desde finales del siglo XIX, en Europa, entre la aristocracia, se habían impuesto los postulados de una serie de escuelas de Medicina que reivindicaban los efectos terapéuticos del agua salada y de los 'baños de sol'. A mediados de los setenta fue el turno de clases más humildes. "Eran profesores –apunta Valriu–, oficinistas y comerciantes que habían prosperado gracias a sus negocios. Los nuevos tiempos les animaron a construirse un chalet oa comprarse un apartamento en la costa. Al terminar el curso, yo lloraba como una magdalena en un rincón al ver amigas mías en el coche hasta Al Barcarès, en Alc. ninguno de dos meses. Sólo oraba para que me invitaran a pasar unos días con ellas".
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Imágenes de la familia Alorda veraneando en la casa del Barcarès en los años 70.Arxiu Joana AlordaImágenes de la familia Alorda veraneando en la casa del Barcarès en los años 70.Arxiu Joana Alorda
Estando sola, los veranos en Inca se hicieron muy largos. "Sólo quedaban mayoritariamente los peninsulares. Hoy ocurre lo mismo con los magrebíes. Entonces no había escuelas de verano. Mis amigas, en cambio, podían frecuentar las discotecas que empezaron a abrir en los núcleos costeros". figura del 'Rodríguez'. El término se popularizó en 1964 a raíz del estreno de la película El cálido verano del señor Rodríguez, interpretada por José Luis López Vázquez. Aludía al hombre casado que se quedaba a trabajar mientras la familia se encontraba fuera de vacaciones. el año la casa del mar se continuaba empleando los fines de semana. "Los viernes por la tarde una imagen muy típica era ver matrimonios cargando sus 600 cestitas para partir hacia Alcúdia o Can Picafort. Las madres, que sobre todo eran amas de casa, ya lo tenían todo preparado. A veces iban directamente a buscar a los niños."
Aquel nuevo estilo de vida marcaba status social. en Inca. "Fue la época de las primeras piscinas municipales. Era una manera que tenían los ayuntamientos de acercar el mar a los pueblos. Antes, ya había restaurantes que tenían como reclamo"
Quien pudo disfrutar de los veranos en la orilla del mar es la poblera Joana Alorda, de 60 años. "Al terminar las clases nos instalábamos mis dos hermanas y yo en una casa que construyó el padrino en 1955 en el Barcarès. Tenía dos plantas. Estábamos hasta septiembre con los primos de parte paterna. Sólo volvíamos a Sa Pobla a finales de julio, por las fiestas de Sant Jaume. Recuerdo tener que dormir con las ventanas bien abierto".
Alorda se sentía una privilegiada de poder vivir como los protagonistas de Verano azul, la exitosa serie de TVE de los ochenta que relataba las aventuras de verano de un grupo de jóvenes en una localidad de Málaga. "De mi pandilla, yo era de las pocas que disponía de una segunda residencia. Esto hacía que en el Barcarès tuviera otro grupo de amigos, los del verano. Era un microcosmos de gente sobre todo de Sa Pobla e Inca. Estábamos todo el día en la calle, jugando y sin móviles. Los turistas apenas se movían de los dos hoteles que teníamos cerca".
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Aquellos cambios que provocó la nueva sociedad de consumo sorprendieron mucho a los hijos de la posguerra, nacidos durante los conocidos 'años del hambre'. Es el caso del investigador de Manacor Antoni Tugores, de 77 años. "De pequeño yo sólo iba de vez en cuando al mar. Entonces el coche aún no se había popularizado y mi padre, que hacía de harinero en un molino, nos llevaba a toda la familia en carro a tomar un baño en Cala Anguila o Cala Varques. Y no encontrábamos a nadie. Eso hoy es inimaginable. de ahora".
Imágenes de la familia Alorda veraneando en la casa del Barcarès en los años 70.Arxiu Joana Alorda
A partir de los años sesenta, la costa del Levante de Mallorca empezó a democratizarse. "Gracias a los sueldos extra de las perleras, muchos manacorenses se pudieron comprar a buen precio un solar en el Islote y, sobre todo, en Portocristo, donde a principios del siglo XX la clase acomodada ya tenía chalés monumentales. En el Islote también iban villafranqueros y carrioneros. Los Spetrers, en cambio,". Las casas que se realizó esta nueva generación eran plantas bajas muy sencillas. "Las solían construir por su cuenta, sin la ayuda de ningún maestro de obra. Por aquel entonces la gente sabía hacer de todo, incluso de cantero. Y, si no, llamaban a un amigo que lo era".
Austeridad
A pesar de gozar de una segunda residencia, la economía doméstica obligaba a llevar una vida austera. "La mudanza de verano también implicaba el traslado de los colchones y del televisor. Las familias no podían permitirse el lujo de comprar otros nuevos. Instalarse todo el verano en la costa suponía igualmente renunciar a ciertas comodidades de la casa de Manacor", dice Tugores. Las madrinas jugaron un papel muy importante en aquel nuevo modus vivendi. "Como las perleras no tenían dos meses de vacaciones, por la mañana se iban en coche a trabajar a Manacor y dejaban a los niños a su cargo".
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acera de mar tenía el aliciente de poder jugar con los amigos en la playa. Íbamos a pescar ya buscar cangrejos. Recuerdo muy bien el espectáculo que suponía presenciar la entrada en el puerto de las barcas de buey". el hotel, mientras que en la calle todo el mundo tomaba el fresco". En medio de aquel oasis de vida lenta sin distracciones digitales se produciría el boom de los grupos de música en los hoteles como Los cinco del Este, que se dieron a conocer en Cala Millor. "En sus conciertos no faltaban los famosos picadores, bien al acecho de las 'suencas'. en Can Picafort".
El investigador se hace cruces de cómo han cambiado los tiempos. "Hoy ninguna familia se plantea tener una segunda residencia. Apenas, cobrando dos sueldos, se pueden pagar una. provecho económico. Gracias a su presencia, las fiestas de San Jaime en el pueblo han reavivado en los últimos años". Este nuevo cambio de paradigma se produce en medio de un importante cambio demográfico. Durante el último siglo la población en Mallorca se ha triplicado. De los 300.000 habitantes se ha pasado a rozar el millón. "Vivimos-la está depredando el territorio. Nunca habría imaginado llegar a esta situación".
A partir de los años sesenta, durante la época del desarrollismo, en España se popularizó mucho el término domingueros . Aludía a las clases obreras que los domingos se movían en coche a zonas cercanas a las ciudades para disfrutar del ocio. En Baleares, eran los que iban a la playa porque no disponían de una segunda residencia. Fue el caso de la familia de la periodista Laura Jurado, de 40 años. "Mis padres –asegura– son de una localidad de Sevilla. A principios de los setenta se establecieron en Palma, donde ya tenían amigos del pueblo trabajando. Mi padre encontró trabajo como conductor para una empresa de decoración, y mi madre, como mujer de limpieza. Yo ya nací aquí".
Jurado recuerda muy bien a los veranos de su infancia. "Ninguno de mis compañeros de la escuela tenía una casa en la orilla del mar. Mi padre, por su trabajo, estaba cada día conduciendo. A puesta, cuando llegaba el fin de semana, no quería volver a coger el coche. A veces, sin embargo, conseguíamos que nos llevara hasta Santa Ponça. De lunes a viernes pasábamos el tiempo como podíamos en Palma."
La periodista reconoce que su familia se ajustaba al prototipo de dominguero . "Nos instalábamos a la sombra de un pinar, sacamos las mesas y las sillas de camping, la radio, la gelereta y los alcaparras. Las siestas eran memorables. La tarde ya volvíamos a la casa de Palma para ducharnos como mi hermana mayor se condujo el plato. Rompe".
El término dominguero es una palabra estigmatizada, a menudo ridiculizada, que se creó desde la óptica elitista de las clases acomodadas. "También, pero –asegura la periodista–, es una etiqueta entrañable que hace referencia a las familias trabajadoras que intentaban disfrutar del mar de forma humilde. En nuestro caso, sólo ejercíamos de domingueros en julio. En agosto partíamos en el pueblo de Sevilla de mis padres a pasar todo el mes. Allí sí que íbamos a todos los días en la piscina. de ir a la playa". A los 16 años llegó el primer contacto con el microcosmos de las casas de veraneo. "Durante unos días fui a Portocolom a cuidar a los hijos de una amiga de mi hermana. Estuvo muy bien. Para mí eso era otro mundo".