Somos experta en vivir las cosas que no han pasado
No pensaba que lo dijera nunca, pero que te increpen a través de la aplicación del traductor simultáneo puede llegar a intimidar más que de viva voz
PalmaIba a llorar, con un texto precioso, cuando un chaval interrumpió mi lectura para mostrarme algo en su pantalla del móvil. Al notar que me tocaba el brazo, reclamándome atención, me incorporé, intentando salir del aislamiento de la cancelación de sonido de los auriculares. Él era la presencia que acababa de oír en el asiento de al lado, pero ni siquiera había reparado en escanearlo de cola de ojo. Normalmente, se me hace imposible ignorar el abismo de duda que me separa de la persona que se sienta a mi lado en el bus, como un interrogante gigante. El anonimato me resulta insoportable. Creo que las personas como necesitan necesitan saber con quién comparten el tiempo, aunque sea para ignorarse durante todo un trayecto. Así que he llegado a configurarme historias de vida enteras con una simple mirada furtiva a un chat ajeno, analizando unas bolsas de la compra, a partir de un termo de café o de becadas improvisadas, a las ocho de la mañana o las once de la tarde. Todo son pistas de Cluedo.
Pero el pasado sábado ya había hecho este trabajo con la primera persona que había estado a mi lado, sin que me entretuvieran demasiado mis especulaciones. Al bajar, otro chico ocupó su lugar y, como ya llegábamos al último paro, ni siquiera hice lo de respirar el aire que había generado con su movimiento, un ejercicio con el que jugo a adivinar personalidades y devenires de la gente. De repente, era mucha la información que debía procesar cuando, con un gesto impasible y sin emitir sonido alguno, aquel joven me mostró algo en su móvil. Mi mirada buscó la suya y con un zoom out, el resto de su cuerpo, intentando contestar a dos preguntas: ¿Quién eres? ¿Qué quieres? Iba bien vestido y tenía el pelo recién cortado. Pero ahora sí que me llegaba, de un bocadillo, su olor a perfume y alcohol. Zoom in: su móvil. Y mis ojos, como dos discos de hockey de aire, de un lado para otro, sin adivinar nada, sólo una interfaz que no era la de un mapa (lo único que esperaba encontrar).
En la parte superior de la pantalla, unas letras que no entendía. Y mi cerebro, recalculando ruta. Más abajo, otras palabras que sí entendía: "Eres muy bonita". Era un traductor simultáneo con el que quería decirme algo muy distinto de lo que reflejaba su cara, inexpresiva. Chaval, de verdad, qué pereza. Decirme aquello respondía más bien a una necesidad fisiológica, a impulso irrefrenable, perezoso –como rascarse el culo o hacer un bostezo–, que a la voluntad de comunicar un mensaje. Era pura inercia. En un susurro o en una mirada lasciva pudo entenderlo: no cuestan nada, están automatizados. Pero ese chico se delataba. El esfuerzo que le requería el intento de increparme no le merecía la pena. Y yo, como salvándole de su propia mediocridad, dirigí mis ojos a su cara otro pico, con una sonrisa compasiva.
¿Por qué estúpida razón debería ser yo misericordiosa? ¿Por qué no podía hacer yo lo que me daba ganas, que era coger a mi traductor y agacharle también otra opinión: "¿Eres imbécil?". ¿Por qué tenía que actuar con normalidad, como si aquello fuera lo que esperaba que me pasara ese día al salir de casa? ¿Por qué no puedo ser una chavala dura, una Thelma o una Louise, y joderme? "If I was man, I could get away with murder. But I am girl, so I have mental disorder"("Si fuera un hombre, me podría salir con la mía. Pero somos una chica, así que tengo un trastorno mental"), dice la rapera Princess Nokia en la canción Blue velvet. Supongo que por eso mismo. Porque las mujeres somos expertas en vivir las cosas que no nos han pasado, porque hemos encontrado un sistema de protección en nuestros delirios.
No pensaba que lo dijera nunca, pero que te increpen a través de la aplicación del traductor simultáneo puede llegar a intimidar más que de viva voz. Esa frialdad, la unilateralidad total, despojada de un interés hacia el otro, sin esperar siquiera una reacción, esconde una imprevisibilidad inquietante. De modo que, después de mi mueca, volví a mi móvil, intentando existir lo menos posible, respirando muy flojito, reduciendo todo el movimiento del cuerpo al pulgar, como si hacer cualquier cosa que no fuera scroll en la pantalla pudiera ser interpretada como una invitada a la interacción. Todo, para evitar que ocurriera lo que ya estaba pasando en mi cabeza: que insistiera en charlar con yo, que me bloqueara la salida cuando intentara pasar, que me siguiera por la estación, que se metiera con yo en el ascensor. Cosas que pasan en la cabeza, pero que quedan guardadas en la memoria del cuerpo, en forma de temblores, de tensión en todos los músculos y de taquicardia. Cosas que nunca han pasado y que, aun así, es como haberlas vivido.